Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman, parece como el viento que se mece en otoño sobre adolescentes mutilados, mientras las manos llueven, manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas, cataratas de manos que fueron un día flores en el jardín de un diminuto bolsillo.
Las flores son arena y los niños son hojas, y su leve ruido es amable al oído cuando ríen, cuando aman, cuando besan, cuando besan el fondo de un hombre joven y cansado porque antaño soñó mucho día y noche.
Mas los niños no saben, ni tampoco las manos llueven como dicen; así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños, invoca los bolsillos que abandonan arena, arena de las flores, para que un día decoren su semblante de muerto.
Quizá mis lentos ojos no verán más el sur de ligeros paisajes dormidos en el aire, con cuerpos a la sombra de ramas como flores o huyendo en un galope de caballos furiosos.
Fue la pasada primavera, hace ahora casi un año, en un salón del viejo Temple, en Londres, con viejos muebles. Las ventanas daban, tras edificios viejos, a lo lejos, entre la hierba el gris relámpago del río. Todo era gris y estaba fatigado
Le conocí hace ya tiempo; déjame que recuerde. Si la memoria falla a mi edad, cuando trata de imaginarse algo que en años mozos fuimos, aún más cuando persigue la figura del hombre sólo visto un momento.
Demonio hermano mío, mi semejante, te vi palidecer, colgado como la luna matinal, oculto en una nube por el cielo, entre las horribles montañas, una llama a guisa de flor tras la menuda oreja tentadora, blasfemando lleno de dicha ignorante,