Demonio hermano mío, mi semejante,
te vi palidecer, colgado como la luna matinal,
oculto en una nube por el cielo,
entre las horribles montañas,
una llama a guisa de flor tras la menuda oreja tentadora,
blasfemando lleno de dicha ignorante,
igual que un niño cuando entona su plegaria,
y burlándote cruelmente al contemplar mi cansancio de la tierra.
Más no eres tú,
amor mío hecho eternidad,
quien deba reír de este sueño, de esta impotencia, de esta caída,
porque somos chispas de un mismo fuego
y un mismo soplo nos lanzó sobre las ondas tenebrosas
de una extraña creación, donde los hombres
se acaban como un fósforo al trepar los fatigosos años de sus vidas.
Tu carne como la mía
desea tras el agua y el sol el roce de la sombra;
nuestra palabra anhela
el muchacho semejante a una rama florida
que pliega la gracia de su aroma y color en el aire cálido de mayo;
nuestros ojos el mar monótono y diverso,
poblado por el grito de las aves grises en la tormenta,
nuestra mano hermosos versos que arrojar al desdén de los hombres.
Los hombres tú los conoces, hermano mío;
mírales cómo enderezan su invisible corona
mientras se borran en las sombras con sus mujeres al brazo
carga de suficiencia inconsciente,
llevando a comedida distancia del pecho,
como sacerdotes católicos la forma de su triste dios,
los hijos conseguidos en unos minutos que se hurtaron al sueño
para dedicarlos a la cohabitación, en la densa tiniebla conyugal
de sus cubiles, escalonados los unos sobre los otros.
Mírales perdidos en la naturaleza,
cómo enferman entre los graciosos castaños o los taciturnos plátanos.
Cómo levantan con avaricia el mentón,
sintiendo un miedo oscuro morderles los talones;
mira cómo desertan de su trabajo el séptimo día autorizado,
mientras la caja, el mostrador, la clínica, el bufete, el despacho oficial
dejan pasar el aire con callado rumor
por su ámbito solitario.
Escúchales brotar interminables palabras
aromatizadas de facilidad violenta,
reclamando un abrigo para el niñito encadenado bajo el sol divino
o una bebida tibia, que resguarde aterciopeladamente.
El clima de sus fauces,
a quienes dañaría la excesiva frialdad del agua natural.
Oye sus marmóreos preceptos
sobre lo útil, lo normal y lo hermoso;
óyeles dictar la ley al mundo, acotar el amor, dar canon a la belleza inexpresable,
mientras deleitan sus sentidos con altavoces delirantes;
contempla sus extraños cerebros
intentando levantar, hijo a hijo, un complicado edificio de arena
a que negase con torva frente lívida la refulgente paz de las estrellas.
Esos son, hermano mío,
los seres con quienes mueren a solas,
fantasmas que harán brotar un día
el solemne erudito, oráculo de estas palabras mías ante
alumnos extraños,
Obteniendo por ello renombre,
más una pequeña casa de campo en la angustiosa sierra inmediata a la capital;
En tanto tú, tras irisada niebla,
acaricias los rizos de tu cabellera
y contemplas con gesto distraído desde la altura.
Esta sucia tierra donde el poeta se ahoga.
Sabes sin embargo que mi voz es la tuya,
que mi amor es el tuyo;
deja, oh, deja por una larga noche.
Resbalar tu cálido cuerpo oscuro,
ligero como un látigo,
bajo el mío, momia de hastío sepulta en anónima yacija,
y que tus besos, ese venero inagotable,
viertan en mí la fiebre de una pasión a muerte entre los dos;
porque me cansa la vana tarea de las palabras,
como al niño las dulces piedrecillas
que arroja a un lago, para ver estremecerse su calma
con el reflejo de una gran ala misteriosa.
Es hora ya, es más que tiempo
de que tus manos cedan a mi vida
el amargo puñal codiciado del poeta;
de que lo hundas, con sólo un golpe limpio,
en este pecho sonoro y vibrante, idéntico a un laúd,
donde la muerte únicamente,
la muerte únicamente,
puede hacer resonar la melodía prometida.