Desolación de la quimera, de Luis Cernuda | Poema

    Poema en español
    Desolación de la quimera

    Todo el ardor del día, acumulado 
    en asfixiante vaho, el arenal despide. 
    Sobre el azul tan claro de la noche 
    contrasta, como imposible gotear de un agua, 
    el helado fulgor de las estrellas, 
    orgulloso cortejo junto a la nueva luna 
    que, alta ya, desdeñosa ilumina 
    restos de bestias en medio de un osario. 
    En la distancia aúllan los chacales. 

    No hay agua, fronda, matorral ni césped. 
    En su lleno esplendor mira la luna 
    a la Quimera lamentable, piedra corroída 
    en su desierto. Como muñón, deshecha el ala; 
    los pechos y las garras el tiempo ha mutilado; 
    hueco de la nariz desvanecida y cabellera, 
    en un tiempo anillada, albergue son ahora 
    de las aves obscenas que se nutren 
    en la desolación, la muerte. 

    Cuando la luz lunar alcanza 
    a la Quimera, animarse parece en un sollozo, 
    una queja que viene, no de la ruina, 
    de los siglos en ella enraizados, inmortales 
    llorando el no poder morir, como mueren las formas 
    que el hombre procreara. Morir es duro, 
    mas no poder morir, si todo muere, 
    es más duro quizá. La Quimera susurra hacia la luna 
    y tan dulce es su voz que a la desolación alivia. 

    »Sin víctimas ni amantes. ¿Dónde fueron los hombres? 
    Ya no creen en mí, y los enigmas que yo les propusiera 
    insolubles, como la Esfinge, mi rival y hermana, 
    ya no les tientan. Lo divino subsiste, 
    proteico y multiforme, aunque mueran los dioses. 
    Por eso vive en mí este afán que no pasa, 
    aunque pasó mi forma, aunque ni sombra soy; 
    afán que se concreta en ver rendido al hombre 
    temeroso ante mí, ante mi tentador secreto indescifrable. 

    »Como animal domado por el látigo, 
    el hombre. Pero, qué hermoso; su fuerza y su hermosura, 
    oh dioses, cuán cautivadoras. Delicia hay en el hombre; 
    cuando el hombre es hermoso, en él cuánta delicia. 
    Siglos pasaron ya desde que desertara el hombre 
    de mí y a mis secretos desdeñoso olvidara. 
    Y bien que algunos pocos a mí acudan, 
    los poetas, ningún encanto encuentro en ellos, 
    cuando apenas les tienta mi secreto en en ellos veo hermosura. 

    »Flacos o flácidos, sin cabellos, con lentes, 
    desdentados. Ésa es la parte física 
    en mi tardío servidor; y, semejante a ella, 
    su carácter. Aun así, no muchos buscan mi secreto hoy, 
    que en la mujer encuentran su personal triste Quimera. 
    Y bien está ese olvido, porque ante mí no acudan 
    tras de cambiar pañales al infante 
    o enjugarle nariz, mientras meditan 
    reproche o alabanza de algún crítico. 

    »¿Es que pueden creer en ser poetas 
    si ya no tienen el poder, la locura 
    para creer en mí y en mi secreto? 
    mejor les va sillón en academia 
    que la aridez, la ruina y la muerte, 
    recompensas que generosa di a mis víctimas, 
    una vez ya tomada posesión de sus almas, 
    cuando el hombre y el poeta preferían 
    un miraje cruel a certeza burguesa. 

    »Bien otros fueron para mí los tiempos 
    cuando feliz, ligera, hollaba el laberinto 
    donde a tantos perdí y a tantos otros los dotaba 
    de mi eterna locura: imaginar dichoso, sueños de futuro, 
    esperanzas de amor, periplos soleados. 
    Mas, si prudente, estrangulaba al hombre 
    con mis garras potentes, que un grano de locura 
    sal de la vida es. A fuerza de haber sido, 
    promesas para el hombre ya no tengo.» 

    Su reflejo la luna deslizando 
    sobre la arena sorda del desierto. 
    Entre sombras a la Quimera deja, 
    calla en su dulce voz la música cautiva. 
    Y como el mar en la resaca, al retirarse 
    deja a la playa desnuda de su magia, 
    retirado el encanto de la voz, queda el desierto 
    todavía más inhóspito, sus dunas 
    ciegas y opacas, sin el miraje antiguo. 

    Muda y en sombra, parece la Quimera retraerse 
    a la noche ancestral del Caos primero; 
    mas ni dioses, ni hombres, ni sus obras, 
    se anulan si una vez son: existir deben 
    hasta el amargo fin, perdiéndose en el polvo. 
    Inmóvil, triste, la Quimera sin nariz olfatea 
    frescor de alba naciente, alba de otra jornada 
    que no habrá de traerle piadosa la muerte, 
    sino que su existir desolado prolongue todavía.