Todo el ardor del día, acumulado
en asfixiante vaho, el arenal despide.
Sobre el azul tan claro de la noche
contrasta, como imposible gotear de un agua,
el helado fulgor de las estrellas,
orgulloso cortejo junto a la nueva luna
que, alta ya, desdeñosa ilumina
restos de bestias en medio de un osario.
En la distancia aúllan los chacales.
No hay agua, fronda, matorral ni césped.
En su lleno esplendor mira la luna
a la Quimera lamentable, piedra corroída
en su desierto. Como muñón, deshecha el ala;
los pechos y las garras el tiempo ha mutilado;
hueco de la nariz desvanecida y cabellera,
en un tiempo anillada, albergue son ahora
de las aves obscenas que se nutren
en la desolación, la muerte.
Cuando la luz lunar alcanza
a la Quimera, animarse parece en un sollozo,
una queja que viene, no de la ruina,
de los siglos en ella enraizados, inmortales
llorando el no poder morir, como mueren las formas
que el hombre procreara. Morir es duro,
mas no poder morir, si todo muere,
es más duro quizá. La Quimera susurra hacia la luna
y tan dulce es su voz que a la desolación alivia.
»Sin víctimas ni amantes. ¿Dónde fueron los hombres?
Ya no creen en mí, y los enigmas que yo les propusiera
insolubles, como la Esfinge, mi rival y hermana,
ya no les tientan. Lo divino subsiste,
proteico y multiforme, aunque mueran los dioses.
Por eso vive en mí este afán que no pasa,
aunque pasó mi forma, aunque ni sombra soy;
afán que se concreta en ver rendido al hombre
temeroso ante mí, ante mi tentador secreto indescifrable.
»Como animal domado por el látigo,
el hombre. Pero, qué hermoso; su fuerza y su hermosura,
oh dioses, cuán cautivadoras. Delicia hay en el hombre;
cuando el hombre es hermoso, en él cuánta delicia.
Siglos pasaron ya desde que desertara el hombre
de mí y a mis secretos desdeñoso olvidara.
Y bien que algunos pocos a mí acudan,
los poetas, ningún encanto encuentro en ellos,
cuando apenas les tienta mi secreto en en ellos veo hermosura.
»Flacos o flácidos, sin cabellos, con lentes,
desdentados. Ésa es la parte física
en mi tardío servidor; y, semejante a ella,
su carácter. Aun así, no muchos buscan mi secreto hoy,
que en la mujer encuentran su personal triste Quimera.
Y bien está ese olvido, porque ante mí no acudan
tras de cambiar pañales al infante
o enjugarle nariz, mientras meditan
reproche o alabanza de algún crítico.
»¿Es que pueden creer en ser poetas
si ya no tienen el poder, la locura
para creer en mí y en mi secreto?
mejor les va sillón en academia
que la aridez, la ruina y la muerte,
recompensas que generosa di a mis víctimas,
una vez ya tomada posesión de sus almas,
cuando el hombre y el poeta preferían
un miraje cruel a certeza burguesa.
»Bien otros fueron para mí los tiempos
cuando feliz, ligera, hollaba el laberinto
donde a tantos perdí y a tantos otros los dotaba
de mi eterna locura: imaginar dichoso, sueños de futuro,
esperanzas de amor, periplos soleados.
Mas, si prudente, estrangulaba al hombre
con mis garras potentes, que un grano de locura
sal de la vida es. A fuerza de haber sido,
promesas para el hombre ya no tengo.»
Su reflejo la luna deslizando
sobre la arena sorda del desierto.
Entre sombras a la Quimera deja,
calla en su dulce voz la música cautiva.
Y como el mar en la resaca, al retirarse
deja a la playa desnuda de su magia,
retirado el encanto de la voz, queda el desierto
todavía más inhóspito, sus dunas
ciegas y opacas, sin el miraje antiguo.
Muda y en sombra, parece la Quimera retraerse
a la noche ancestral del Caos primero;
mas ni dioses, ni hombres, ni sus obras,
se anulan si una vez son: existir deben
hasta el amargo fin, perdiéndose en el polvo.
Inmóvil, triste, la Quimera sin nariz olfatea
frescor de alba naciente, alba de otra jornada
que no habrá de traerle piadosa la muerte,
sino que su existir desolado prolongue todavía.