Tan alta, sí, tan alta
en revuelo sin brío,
la rama el cielo prometido anhela,
que ni la luz asalta
este espacio sombrío
ni su divina soledad desvela.
Hasta el pájaro cela
al absorto reposo
su delgada armonía.
¿Qué trino colmaría,
en irisado rizo prodigioso
aguzándose lento,
como el silencio solo y sin acento?
Sólo la rosa asume
una presencia pura
irguiéndose en la rama tan altiva,
o equívoca se sume
entre la fronda oscura,
adolescente, esbelta, fugitiva.
Y la rama no esquiva
la gloria que la viste
aunque el peso la enoja;
ninguna flor deshoja,
sino ligera, lánguida resiste,
con airoso desmayo,
los dones que la brinda el nuevo mayo.
Si la brisa estremece
en una misma onda
el abandono de los tallos finos,
ágil tropel parece
tanta rosa en la fronda
de cuerpos fabulosos y divinos;
rosados torbellinos
de ninfas verdaderas
en fuga hacia el boscaje.
Aún trémulo el ramaje,
entre sus vueltas luce, prisioneras
de resistente trama,
las que impidió volar con tanta rama.
Entre las rosas yace
el agua tan serena,
gozando de sí misma en su hermosura;
ningún reflejo nace
tras de la onda plena,
fría, cruel, inmóvil de tersura.
Jamás esta clausura
su elemento desata;
sólo copia del cielo
algún rumbo, algún vuelo
que vibrando no burla tan ingrata
plenitud sin porfía.
Nula felicidad; monotonía.
Se sostiene el presente,
olvidado en su sueño,
con un ágil escorzo distendido.
Delicia. Dulcemente,
sin deseo ni empeño,
el instante indeciso está dormido.
¿Y ese son atrevido
que desdobla lejano
alguna flauta impura?
Con su lluvia tan dura
ásperamente riega y torna cano
al aire de esta umbría
esa indecisa, vana melodía.
Acaso de algún eco
es riqueza mentida
ese vapor sonoro; fría vena
que en un confuso hueco
sus hielos liquida
y a la fronda tan muda así la llena.
Esta música ajena
entre las cañas yace,
y el eco, con su ala,
del labio que la exhala,
adonde clara, puramente nace.
Hurtándola, la cede
al aire que tan vano le sucede.
Idílico paraje
de dulzor tan primero.
Nativamente digno de los dioses.
Mas ¿qué frío celaje
se levanta ligero,
en cenicientas ráfagas veloces?
Unas secretas voces
este júbilo ofenden
desde gris lontananza;
con estéril pujanza
otras pasadas primaveras tienden,
hasta la que hoy respira,
una tierna fragancia que suspira.
Y la dicha se esconde;
su presencia rehuye
la plenitud total va prometida.
Infiel de nuevo, ¿adonde
turbadamente huye,
impaciente, entrevista, no rendida?
Está otra vez dormida,
en promesa probable
de inminente futuro.
Y deja yerto, oscuro,
este florido ámbito mudable,
a quien la luz asiste
con un dejo pretérito tan triste.
Sobre el agua benigna,
melancólico espejo
de congeladas, pálidas espumas,
el crepúsculo asigna
un sombrío reflejo
en donde anega sus inertes plumas.
Cuánto acercan las brumas
el infecundo hastío;
tanta dulce presencia
aún próxima, es ausencia
en este instante plácido y vacío,
cuando, elevado monte,
la sombra va negando el horizonte.
Silencio. Ya decrecen
las luces que lucían.
Ni la brisa ni el viento al aire oscuro
vanamente estremecen
con sus ondas, que abrían
surcos tan indolentes de azul puro.
¿Y qué invisible muro
su frontera más triste
gravemente levanta?
El cielo ya no canta,
ni su celeste eternidad asiste
a la luz y a las rosas,
sino al horror nocturno de las cosas.