Mordiendo por las calles a los hombres que se aman, de Luisa Castro | Poema

    Poema en español
    Mordiendo por las calles a los hombres que se aman

    Algunas palabras para perder la vía, 
    algunas palabras, que no falten palabras, 
    quiero saber 
    el lugar 
    que 
    ocupa 
    mi 
    odio, quiero saber dónde se puede encontrar 
    una tienda del mejor 
    de los vinos 
    del vaso de la palabra. 

    Atentos al dolor, sí, sí, 
    atentos al dolor como en los huesos poderosos de mis 
    piernas, 
    atentos al regreso de los hombros 
    o la tierra hacia las ascuas. 

    Quiero saber cómo se cae a las llamas, 
    cómo se cae a la hoguera alta 
    y doble del 
    dolor mejor de todo dolor. Yo soy 
    un ángel falto de recursos, no me mires, voy 
    hecho lentamente 
    con el corazón pobre de pobreza de ángel, 
    con la indigencia en el centro 
    atento 
    como un noble mensajero del error 
    al dolor 
    de los mamíferos. 

    Cómo se me vierte el fuego en la raíz 
    de la lengua y la carne 
    empieza a oler a campana que no cesa. Es terrible, 
    es terrible 
    no conocer el mundo de las aves inferiores, 
    sus migraciones, vuelos, 
    averías, de las cornejas tan útiles, de las 
    golondrinas ignorantes y ciegas, 
    de las gaviotas tristes como 
    otoños. 

    Mirad, mirad, es tan terrible esto, 
    yo creo adivinar la sangre de 
    los míos, es larga, aguda, cruel, se necesitan 
    trajes 
    para verlo. Como mi sangre 
    que va 
    mordiendo viñas, que va 
    mordiendo 
    cuerpos, que va con dientes y con sangre 
    mordiendo por las calles a los hombres que se aman 
    saliendo de los cines. 

    Yo vivo en una ciudad pétrea y 
    a veces 
    somos pasos. 

    Se pueden ver arrastrando a nadie, 
    se pueden ver 
    lustrosas cabelleras, 
    tres o cuatro pasos solos, 
    duros, 
    precisamente amargos golpeando 
    la tarde y las cenizas 
    brillantes 
    como lluvia. 

    Y las mujeres que cuento en mi cabeza, que recuento, 
    que olvido, 
    sus vestidos azules que tendré que colgar, sus 
    dolorosas manos, vírgenes verdaderas. 
    Las mujeres que mi madre me abrió para que no empezase 
    todos los versos con su nombre. Para que no empezase 
    todos los versos con su vidrio de nombre. 
    Todas las mujeres que 
    recuerdo 
    buscando un duro cuenco donde albergar el vientre. 
    Todas las mujeres que mi madre me abrió. 

    Pero perdón, el mundo. 

    Pero perdón, la noche de los gendarmes 
    que me araña el pezón 
    Y me pide consuelo. 

    Todo eso, perdón, yo soy 
    un ángel. 
        Mi odio es infinito. 
    Mi odio espera el odio con olor a mantel 
    y derramado vinagre, ese odio 
    que se mea en el tacón de las bibliotecarias 
    hasta que nacen lirios 
    y la tierra empantana los taxis vigilando 
    una escuela. 
    Sí que conozco esa lluvia de dolor, 
    sí que conozco esa muñeca herida por el odio. 

    Y a veces las alas comienzan 
    a pesarme 
    y sobrevuelo el polvo 
    porque más allá de la muerte, más allá de la muerte 
    mi odio seguirá repoblando los bosques. 

    Puedo pensar que no, y entonces 
    hay un árbol. 
    Como un número blanco, como una ola de algas 
    tu cuerpo 
    largo y libre, algo lejano y mío, mío 
    hasta el desastre. 
    Un árbol con su techo delante de mi alma. 

    Será merced a mi alma que se va 
    con el primer ingrato de septiembre 
    o la milicia 
    que no espera 
    por una vez, por una sola vez, 
    para meterme en tu lengua ávida y rota 
    y perdonar al circo tanto asunto de valor, 
    tanto temblor, 
    tanta ruina con leones despeinados. 

    Mi amor, si digo esto mis ojos 
    crecen y 
    sonrío 
    pero, mi amor, si digo esto tu boca se parece a una tribu 
    roja que golpea cristales 
    y es el olor de las amigas que amé 
    tanto 
    detrás de un cementerio. 
    Mi amor, mi amor, y como este cuerpo que toco 
    alguna vez 
    una alegría sin centro me despierta en la noche 
    que no termina aún, que no acaba 
    y todo se ve azul 
    hasta morir 
    y yo habría de tener hierro en las manos 
    y quedarme. Tener 
    los pies, los días, las orejas, 
    los pechos y las alas 
        con hierro 
    y quedarme. 

    Esta es una canción desaparecida 
    para cantar con los brazos extendidos y los ojos 
    cerrados 
    y las rodillas 
    en el fango tormentoso de la culpa 
    mientras cae una lluvia de arcos y volutas milenarias. 

    Es más dulce mi cuerpo; 
    aquí está con medallas y 
    caderas, con el verbo del tabaco y la hojarasca. 
    Es más dulce 
    así 
    con huellas diminutas de dientes de ave viva 
    en mi sexo como una ropa 
    antigua que devora 
    la sal, en los pechos enanos como pruebas, retenidos 
    y aún distantes, enemigos para siempre, 
    y en la cintura que ardió 
    con muertos, barricadas, botellas, 
    armaduras 
    y un almanaque inútil con la fecha del ocho 
    y los niños del valle, los perros y las cañas. 

    Ven, amor, a degollar conejos encima de mis 
    nalgas. 
    cuánto tiempo he de esperar, cuánto tiempo 
    he de esperar. 

    Además 
    el silencio de la tierra que 
    no dice 
        palabras, que no dice 
    estertor, 
    que no dice 
    colegio ni cita mayo alguno. 

    Cuánto tiempo he de esperar.