Un día por fin supiste lo que tenías que hacer, y lo empezaste, aunque a tu alrededor algunas voces insistían en gritar malos consejos... aunque toda la casa se puso a temblar y sentiste el viejo tirón en los tobillos. “¡Arréglame la vida!”, gritaba cada una de las voces. Pero no te detuviste. Sabías lo que tenías que hacer, aunque el viento husmeara con sus dedos rígidos hasta en los cimientos, aunque su melancolía fuese tremenda. Ya era bastante tarde y era una noche espantosa y la carretera estaba llena de ramas y piedras caídas. Pero poco a poco, a medida que dejabas atrás sus voces, las estrellas comenzaron a arder a través de las láminas de nubes, y se oyó una voz nueva que lentamente reconociste como tuya, que te hacía compañía mientras a zancadas penetrabas cada vez más en el mundo, con la decisión de hacer lo único que podías hacer... la decisión de salvar la única vida que podías salvar.
¿Quién creó al mundo? ¿Quién hizo al cisne, y al oso negro? ¿Quién dio forma al saltamontes? Me refiero a este saltamontes, el que acaba de saltar en la hierba, el que ahora come azúcar de mi mano,
No tienes que ser buena. No tienes que atravesar el desierto de rodillas, arrepintiéndote. Solo tienes que dejar que ese delicado animal que es tu cuerpo ame lo que ama. Cuéntame tu desesperación y te contaré la mía. Mientras tanto, el mundo sigue.
Un día por fin supiste lo que tenías que hacer, y lo empezaste, aunque a tu alrededor algunas voces insistían en gritar malos consejos... aunque toda la casa se puso a temblar y sentiste el viejo tirón en los tobillos.