Elegía primera, de Miguel Hernández | Poema

    Poema en español
    Elegía primera

    Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas, 
    y en traje de cañón, las parameras 
    donde cultiva el hombre raíces y esperanzas, 
    y llueve sal, y esparce calaveras. 

    Verdura de las eras, 
    ¿qué tiempo prevalece la alegría? 
    El sol pudre la sangre, la cubre de asechanzas 
    y hace brotar la sombra más sombría. 

    El dolor y su manto 
    vienen una vez más a nuestro encuentro. 
    Y una vez más al callejón del llanto 
    lluviosamente entro. 

    Siempre me veo dentro 
    de esta sombra de acíbar revocada, 
    amasado con ojos y bordones, 
    que un candil de agonía tiene puesto a la entrada 
    y un rabioso collar de corazones. 

    Llorar dentro de un pozo, 
    en la misma raíz desconsolada 
    del agua, del sollozo, 
    del corazón quisiera: 
    donde nadie me viera la voz ni la mirada, 
    ni restos de mis lágrimas me viera. 

    Entro despacio, se me cae la frente 
    despacio, el corazón se me desgarra 
    despacio, y despaciosa y negramente 
    vuelvo a llorar al pie de una guitarra. 

    Entre todos los muertos de elegía, 
    sin olvidar el eco de ninguno, 
    por haber resonado más en el alma mía, 
    la mano de mi llanto escoge uno. 

    Federico García 
    hasta ayer se llamó: polvo se llama. 
    Ayer tuvo un espacio bajo el día 
    que hoy el hoyo le da bajo la grama. 

    ¡Tanto fue! ¡Tanto fuiste y ya no eres! 
    Tu agitada alegría, 
    que agitaba columnas y alfileres, 
    de tus dientes arrancas y sacudes, 
    y ya te pones triste, y sólo quieres 
    ya el paraíso de los ataúdes. 

    Vestido de esqueleto, 
    durmiéndote de plomo, 
    de indiferencia armado y de respeto, 
    te veo entre tus cejas si me asomo. 

    Se ha llevado tu vida de palomo, 
    que ceñía de espuma 
    y de arrullos el cielo y las ventanas, 
    como un raudal de pluma 
    el viento que se lleva las semanas. 

    Primo de las manzanas, 
    no podrá con tu savia la carcoma, 
    no podrá con tu muerte la lengua del gusano, 
    y para dar salud fiera a su poma 
    elegirá tus huesos el manzano. 

    Cegado el manantial de tu saliva, 
    hijo de la paloma, 
    nieto del ruiseñor y de la oliva: 
    serás, mientras la tierra vaya y vuelva, 
    esposo siempre de la siempreviva, 
    estiércol padre de la madreselva. 

    ¡Qué sencilla es la muerte: qué sencilla, 
    pero qué injustamente arrebatada! 
    No sabe andar despacio, y acuchilla 
    cuando menos se espera su turbia cuchillada. 

    Tú, el más firme edificio, destruido, 
    tú, el gavilán más alto, desplomado, 
    tú, el más grande rugido, 
    callado, y más callado, y más callado. 

    Caiga tu alegre sangre de granado, 
    como un derrumbamiento de martillos feroces, 
    sobre quien te detuvo mortalmente. 
    Salivazos y hoces 
    caigan sobre la mancha de su frente. 

    Muere un poeta y la creación se siente 
    herida y moribunda en las entrañas. 
    Un cósmico temblor de escalofríos 
    mueve temiblemente las montañas, 
    un resplandor de muerte la matriz de los ríos. 

    Oigo pueblos de ayes y valles de lamentos, 
    veo un bosque de ojos nunca enjutos, 
    avenidas de lágrimas y mantos: 
    y en torbellino de hojas y de vientos, 
    lutos tras otros lutos y otros lutos, 
    llantos tras otros llantos y otros llantos. 

    No aventarán, no arrastrarán tus huesos, 
    volcán de arrope, trueno de panales, 
    poeta entretejido, dulce, amargo, 
    que al calor de los besos 
    sentiste, entre dos largas hileras de puñales, 
    largo amor, muerte larga, fuego largo. 

    Por hacer a tu muerte compañía, 
    vienen poblando todos los rincones 
    del cielo y de la tierra bandadas de armonía, 
    relámpagos de azules vibraciones. 
    Crótalos granizados a montones, 
    batallones de flautas, panderos y gitanos, 
    ráfagas de abejorros y violines, 
    tormentas de guitarras y pianos, 
    irrupciones de trompas y clarines. 

    Pero el silencio puede más que tanto instrumento. 

    Silencioso, desierto, polvoriento 
    en la muerte desierta, 
    parece que tu lengua, que tu aliento, 
    los ha cerrado el golpe de una puerta. 

    Como si paseara con tu sombra, 
    paseo con la mía 
    por una tierra que el silencio alfombra, 
    que el ciprés apetece más sombría. 

    Rodea mi garganta tu agonía 
    como un hierro de horca 
    y pruebo una bebida funeraria. 
    Tú sabes, Federico García Lorca, 
    que soy de los que gozan una muerte diaria.