Oda al vino, de Miguel Hernández | Poema

    Poema en español
    Oda al vino

    A lluvia de calor, techo de parras, 
    a reposo de pino, 
    actividad de avispas y cigarras 
    en el sarmiento fino, 
    cuerda de pompas y sostén de vino. 

    Morada episcopal, la cepa nimia, 
    bajo la luz levante, 
    en situación se pone la vendimia, 
    luciendo a cada instante 
    racimos en estado interesante. 

    India del grano, asociación del lujo, 
    vinícola paisaje, 
    como un mediterráneo sin reflujo, 
    ni flujo ni oleaje, 
    sólo esplendor y espuma de ramaje. 

    Pronto se besarán en la banasta, 
    nido por coincidencia, 
    hasta que diga el pie bailable: ¡basta! 
    las uvas: concurrencia, 
    asiduidad de peso y transparencia. 

    Les concede sazón en su mañana 
    la Virgen del Carmelo: 
    pronto la ubre oro y la de grana 
    enviscarán el suelo 
    de moscatel y tinto caramelo. 

    Al vino ya la tumba de madera 
    le prepara su fondo; 
    el vaso su torreón, su vinajera 
    la misa, el cáliz mondo: 
    ¡triunfo y consagración de lo redondo! 

    Lo calzarán las botas, a las cuales, 
    si aspecto da, despega: 
    latidos de las vides y costales, 
    palpitación y entrega 
    al archivo mayor de la bodega. 

    Subterráneo pantano de los vinos, 
    y camposanto oscuro 
    con cruz de grifo y muertos extrafinos, 
    corno un dulce seguro 
    de fontanas de pino y vino puro, 

    ¡Qué agrado será allí verle cubierto, 
    hacerse espeso anciano, 
    impedido de árbol como el muerto, 
    redondo como el grano, 
    pistola, por el grifo, herir la mano! 

    Llave del vino, sexo que atraganta 
    la mano tabernera: 
    grifo corriente, y no, freno que canta 
    y calla, y no, y espera, 
    y sangra geometrías de madera. 
    ¡Qué regalo beberlo con aroma 
    y calidad de higo, 
    sobre carácter de panal y goma, 
    y un cirineo amigo 
    buscar para el error, la duda digo! 

    Líquidamente rubios, genuflexos, 
    como los amarantos 
    y las corbatas, tornará los sexos, 
    y hará doctores, ¿cuántos?, 
    consultores de esquinas y de cantos. 

    Como si fuera el Santo Sacramento 
    lo alzaré en los manteles, 
    o el Espíritu Santo del tormento 
    en figura de mieles, 
    o la Transformación de los claveles. 

    Calentará como un rojo solsticio 
    el hueso de mi frente, 
    y seré, con su carga, sin mi juicio, 
    no el yo de diariamente, 
    sí otro loco mejor y diferente.