El silbo de afirmación en la aldea, de Miguel Hernández | Poema

    Poema en español
    El silbo de afirmación en la aldea

    Alto soy de mirar a las palmeras, 
    rudo de convivir con las montañas... 
    Yo me vi bajo y blando en las aceras 
    de una ciudad espléndida de arañas. 
    Difíciles barrancos de escaleras, 
    calladas cataratas de ascensores, 
    ¡qué impresión de vacío!, 
    ocupaban el puesto de mis flores, 
    los aires de mis aires y mi río. 

    Yo vi lo más notable de lo mío 
    llevado del demonio, y Dios ausente. 
    Yo te tuve en el lejos del olvido, 
    aldea, huerto, fuente 
    en que me vi al descuido: 
    huerto, donde me hallé la mejor vida, 
    aldea, donde al aire y libremente, 
    en una paz meé larga y tendida. 

    Pero volví en seguida 
    mi atención a las puras existencias 
    de mi retiro hacia mi ausencia atento, 
    y todas sus ausencias 
    me llenaron de luz el pensamiento. 

    Iba mi pie sin tierra, ¡qué tormento!, 
    vacilando en la cera de los pisos, 
    con un temor continuo, un sobresalto, 
    que aumentaban los timbres, los avisos, 
    las alarmas, los hombres y el asfalto. 
    ¡Alto!, ¡Alto!, ¡Alto!, ¡Alto! 
    ¡Orden!, ¡Orden! ¡Qué altiva 
    imposición del orden una mano, 
    un color, un sonido! 
    Mi cualidad visiva, 
    ¡ay!, perdía el sentido. 

    Topado por mil senos, embestido 
    por más de mil peligros, tentaciones, 
    mecánicas jaurías, 
    me seguían lujurias y claxones, 
    deseos y tranvías. 

    ¡Cuánto labio de púrpuras teatrales, 
    exageradamente pecadores! 
    ¡Cuánto vocabulario de cristales, 
    al frenesí llevando los colores 
    en una pugna, en una competencia 
    de originalidad y de excelencia! 
    ¡Qué confusión! ¡Babel de las babeles! 
    ¡Gran ciudad!: ¡gran demontre!: ¡gran puñeta! 
    ¡el mundo sobre rieles, 
    y su desequilibrio en bicicleta! 

    Los vicios desdentados, las ancianas 
    echándose en las canas rosicleres, 
    infamia de las canas, 
    y aun buscando sin tuétano placeres. 
    Árboles, como locos, enjaulados: 
    Alamedas, jardines 
    para destuetanarse el mundo; y lados 
    de creación ultrajada por orines. 

    Huele el macho a jazmines, 
    y menos lo que es todo parece 
    la hembra oliendo a cuadra y podredumbre. 

    ¡Ay, cómo empequeñece 
    andar metido en esta muchedumbre! 
    ¡Ay!, ¿dónde está mi cumbre, 
    mi pureza, y el valle del sesteo 
    de mi ganado aquel y su pastura? 

    Y miro, y sólo veo 
    velocidad de vicio y de locura. 
    Todo eléctrico: todo de momento. 
    Nada serenidad, paz recogida. 
    Eléctrica la luz, la voz, el viento, 
    y eléctrica la vida. 
    Todo electricidad: todo presteza 
    eléctrica: la flor y la sonrisa, 
    el orden, la belleza, 
    la canción y la prisa. 
    Nada es por voluntad de ser, por gana, 
    por vocación de ser. ¿Qué hacéis las cosas 
    de Dios aquí: la nube, la manzana, 
    el borrico, las piedras y las rosas? 

    ¡Rascacielos!: ¡qué risa!: ¡rascaleches! 
    ¡Qué presunción los manda hasta el retiro 
    de Dios! ¿Cuándo será, Señor, que eches 
    tanta soberbia abajo de un suspiro? 
    ¡Ascensores!: ¡qué rabia! A ver, ¿cuál sube 
    a la talla de un monte y sobrepasa 
    el perfil de una nube, 
    o el cardo, que de místico se abrasa 
    en la serrana gracia de la altura? 
    ¡Metro!: ¡qué noche oscura 
    para el suicidio del que desespera!: 
    ¡qué subterránea y vasta gusanera, 
    donde se cata y zumba 
    la labor y el secreto de la tumba! 
    ¡Asfalto!: ¡qué impiedad para mi planta! 
    ¡Ay, qué de menos echa 
    el tacto de mi pie mundos de arcilla 
    cuyo contacto imanta, 
    paisajes de cosecha, 
    caricias y tropiezos de semilla! 

    ¡Ay, no encuentro, no encuentro 
    la plenitud del mundo en este centro! 
    En los naranjos dulces de mi río, 
    asombros de oro en estas latitudes, 
    oh ciudad cojitranca, desvarío, 
    sólo abarca mi mano plenitudes. 
    No concuerdo con todas estas cosas 
    de escaparate y de bisutería: 
    entre sus variedades procelosas, 
    es la persona mía, 
    como el árbol, un triste anacronismo. 
    Y el triste de mí mismo, 
    sale por su alegría, 
    que se quedó en el mayo de mi huerto, 
    de este urbano bullicio 
    donde no estoy de mí seguro cierto, 
    y es pormayor la vida como el vicio. 



    * * * 



    He medio boquiabierto 
    la soledad cerrada de mi huerto. 
    He regado las plantas: 
    las de mis pies impuras y otras santas, 
    en la sequía breve de mi ausencia 
    por nadie reemplazada. Se derrama, 
    rogándome asistencia, 
    el limonero al suelo, ya cansino, 
    de tanto agrio picudo. 
    En el miembro desnudo de una rama, 
    se le ve al ave el trino 
    recóndito, desnudo. 

    Aquí la vida es pormenor: hormiga, 
    muerte, cariño, pena, 
    piedra, horizonte, río, luz, espiga, 
    vidrio, surco y arena. 
    Aquí está la basura 
    en las calles, y no en los corazones. 
    Aquí todo se sabe y se murmura: 
    No puede haber oculta la criatura 
    mala, y menos las malas intenciones. 

    Nace un niño, y entera 
    la madre a todo el mundo del contorno. 
    Hay pimentón tendido en la ladera, 
    hay pan dentro del horno, 
    y el olor llena el ámbito, rebasa 
    los límites del marco de las puertas, 
    penetra en toda la casa 
    y panifica el aire de las huertas. 

    Con una paz de aceite derramado, 
    enciende el río un lado y otro lado 
    de su imposible, por eterna, huida. 
    Como una miel muy lenta destilada, 
    por la serenidad de su caída 
    sube la luz a las palmeras: cada 
    palmera se disputa 
    la soledad suprema de los vientos, 
    la delicada gloria de la fruta 
    y la supremacía 
    de la elegancia de los movimientos 
    en la más venturosa geografía. 

    Está el agua que trina de tan fría 
    en la pila y la alberca 
    donde aprendí a nadar. Están los pavos, 
    la Navidad se acerca, 
    explotando de broma en los tapiales, 
    con los desplantes y los gestos bravos 
    y las barbas con ramos de corales. 
    Las venas manantiales 
    de mi pozo serrano 
    me dan, en el pozal que les envío, 
    pureza y lustración para la mano, 
    para la tierra seca amor y frío. 

    Haciendo el hortelano, 
    hoy en este solaz de regadío 
    de mi huerto me quedo. 
    No quiero más ciudad, que me reduce 
    su visión, y su mundo me da miedo. 

    ¡Cómo el limón reluce 
    encima de mi frente y la descansa! 
    ¡Cómo apunta en el cruce 
    de la luz y la tierra el lilio puro! 
    Se combate la pita, y se remansa 
    el perejil en un aparte oscuro. 
    Hay az'har, ¡qué osadía de la nieve! 
    y estamos en diciembre, que hasta enero, 
    a oler, lucir y porfiar se atreve 
    en el alrededor del limonero. 

    Lo que haya de venir, aquí lo espero 
    cultivando el romero y la pobreza. 
    Aquí de nuevo empieza 
    el orden, se reanuda 
    el reposo, por yerros alterado, 
    mi vida humilde, y por humilde, muda. 
    Y Dios dirá, que está siempre callado.