Sino sangriento, de Miguel Hernández | Poema

    Poema en español
    Sino sangriento

    De sangre en sangre vengo, 
    como el mar de ola en ola, 
    de color de amapola el alma tengo, 
    de amapola sin suerte es mi destino, 
    y llego de amapola en amapola 
    a dar en la cornada de mi sino. 

    Criatura hubo que vino 
    desde la sementera de la nada, 
    y vino más de una, 
    bajo el designio de una estrella airada 
    y en una turbulenta y mala luna. 

    Cayó una pincelada 
    de ensangrentado pie sobre mi herida, 
    cayó un planeta de azafrán en celo, 
    cayó una nube roja enfurecida, 
    cayó un mar malherido, cayó un cielo. 

    Vine con un dolor de cuchillada, 
    me esperaba un cuchillo en mi venida, 
    me dieron a mamar leche de tuera, 
    zumo de espada loca y homicida, 
    y al sol el ojo abrí por vez primera 
    y lo que vi primero era una herida 
    y una desgracia era. 

    Me persigue la sangre, ávida y fiera, 
    desde que fui fundado, 
    y aun antes de que fuera 
    proferido, empujado 
    por mi madre a esta tierra codiciosa 
    que de los pies me tira y del costado, 
    y cada vez más fuerte, hacia la fosa. 

    Lucho contra la sangre, me debato 
    contra tanto zarpazo y tanta vena, 
    y cada cuerpo que tropiezo y trato 
    es otro borbotón de sangre, otra cadena. 

    Aunque leves, los dardos de la pena 
    aumentan las insignias de mi pecho: 
    en él se dio el amor a la labranza, 
    y mi alma de barbecho 
    hondamente ha surcado 
    de heridas sin remedio mi esperanza 
    por las ansias de muerte de su arado. 

    Todas las herramientas en mi acecho: 
    el hacha me ha dejado 
    recónditas señales, 
    las piedras, los deseos y los días 
    cavaron en mi cuerpo manantiales 
    que sólo se tragaron las arenas 
    y las melancolías. 

    Son cada vez más grandes las cadenas, 
    son cada vez más grandes las serpientes, 
    más grande y más cruel su poderío, 
    más grandes sus anillos envolventes, 
    más grande el corazón, más grande el mío. 

    En su alcoba poblada de vacío 
    donde sólo concurren las visitas, 
    el picotazo y el color de un cuervo, 
    un manojo de cartas y pasiones escritas, 
    un puñado de sangre y una muerte conservo. 

    ¡Ay sangre fulminante, 
    ay trepadora púrpura rugiente, 
    sentencia a todas horas resonante 
    bajo el yunque sufrido de mi frente! 

    La sangre me ha parido y me ha hecho preso, 
    la sangre me reduce y me agiganta, 
    un edificio soy de sangre y yeso 
    que se derriba él mismo y se levanta 
    sobre andamios de huesos. 

    Un albañil de sangre, muerto y rojo, 
    llueve y cuelga su blusa cada día 
    en los alrededores de mi ojo, 
    y cada noche con el alma mía, 
    y hasta con las pestañas lo recojo. 

    Crece la sangre, agranda 
    la expansión de sus frondas en mi pecho 
    que álamo desbordante se desmanda 
    y en varios torvos ríos cae deshecho. 

    Me veo de repente 
    envuelto en sus coléricos raudales, 
    y nado contra todos desesperadamente 
    como contra un fatal torrente de puñales. 

    Me arrastra encarnizada su corriente, 
    me despedaza, me hunde, me atropella, 
    quiero apartarme de ella a manotazos, 
    y se me van los brazos detrás de ella, 
    y se me van las ansias en los brazos. 

    Me dejaré arrastrar hecho pedazos, 
    ya que así se lo ordenan a mi vida 
    la sangre y su marea, 
    los cuerpos y mi estrella ensangrentada. 

    Seré una sola y dilatada herida 
    hasta que dilatadamente sea 
    un cadáver de espuma: viento y nada.