Se descolgó el silencio, sus atroces membranas desplegadas como las de un murciélago anterior al diluvio, su canto como el cuervo de la negación. Tu boca ya no acierta su alimento. Se te desencajaron las mandíbulas igual que las mitades de una cápsula inepta para encerrar la almendra del destino. Tu lengua es el Sahara retraído en penumbra. Tus ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas y de rostros. Dejaron de copiar con lentejuelas amarillas los fugaces modelos de este mundo. Son apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde se ahoga el tiempo. Tu cuerpo es una rígida armadura sin nadie, sin más peso que la luz que lo borra y lo amortaja en lágrimas. Tus uñas desasidas de la inasible salvación recorren desgarradoramente el reverso impensable, el cordaje de un éxodo infinito en su acorde final. Tu piel es una mancha de carbón sofocado que atraviesa la estera de los días. Tu muerte fue tan sólo un pequeño rumor de mata que se arranca y después ya no estabas. Te desertó la tarde; te arrojó como escoria a la otra orilla, debajo de una mesa innominada, muda, extrañamente impenetrable, allí, junto a los desamparados desperdicios, los torpes inventarios de una casa que rueda hacia el poniente, que oscila, que se cae, que se convierte en nube.
No te pronunciaré jamás, verbo sagrado, aunque me tiña las encías de color azul, aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro, aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.
Me clausuran en mí. Me dividen en dos. Me engendran cada día en la paciencia y en un negro organismo que ruge como el mar. Me recortan después con las tijeras de la pesadilla y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:
Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero. Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe, el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas, la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
Pequeña centinela, caes una vez más por la ranura de la noche sin más armas que los ojos abiertos y el terror contra los invasores insolubles en el papel en blanco. Ellos eran legión. Legión encarnizada era su nombre
Más borroso que un velo tramado por la lluvia sobre los ojos de la lejanía, confuso como un fardo, errante como un médano indeciso en la tierra de nadie, sin rasgos, sin consistencia, sin asas ni molduras,