El pastor perdido, de Pablo Neruda | Poema

    Poema en español
    El pastor perdido

    Se llamaba Miguel. Era un pequeño 
    pastor de las orillas 
    de Orihuela. 
    Lo amé y puse en su pecho 
    mi masculina mano, 
    y creció su estatura poderosa 
    hasta que en la aspereza 
    de la tierra española 
    se destacó su canto 
    como una brusca encina 
    en la que se juntaron 
    todos los enterrados ruiseñores, 
    todas las aves del sonoro cielo, 
    el esplendor del hombre duplicado 
    en el amor de la mujer amada, 
    el zumbido oloroso 
    de las rubias colmenas, 
    el agrio olor materno 
    de las cabras paridas, 
    el telégrafo puro 
    de las cigarras rojas. 
    Miguel hizo de todo 
    -territorio y abeja, 
    novia, viento y soldado- 
    barro para su estirpe vencedora 
    de poeta del pueblo, 
    y así salió caminando 
    sobre las espinas de España 
    con una voz que ahora 
    sus verdugos 
    tienen que oír, escuchan, 
    aquellos 
    que conservan las manos 
    manchadas 
    con su sangre indeleble, 
    oyen su canto 
    y creen 
    que es sólo tierra 
    y agua. 
    No es cierto. 
    Es sangre, 
    sangre, 
    sangre de España, sangre 
    de todos los pueblos de España, 
    es su sangre que canta 
    y nombra 
    y llama, 
    nombra todas las cosas 
    porque él todo lo amaba, 
    pero esa voz no olvida, 
    esa sangre no olvida 
    de dónde viene 
    y para quiénes canta. 
    Canta 
    para que se abran las cárceles 
    y ande la libertad por los caminos. 
    A mi me llama 
    para mostrarme todos los lugares 
    por donde lo arrastraron, 
    a él, luz de los pueblos, 
    relámpago de idiomas, 
    para mostrarme 
    el presidio de Ocaña, 
    en donde gota a gota 
    lo sangraron, 
    en donde cercenaron 
    su garganta, 
    en donde lo mataron siete años 
    encarnizándose 
    en su canto 
    porque cuando mataron esos labios 
    se apagaron las lámparas de España. 

    Y así me llama y me dice: 
    'Aquí me ajusticiaron lentamente.' 
    Así el que amó y llevaba 
    bajo su pobre ropa 
    todos los manantiales españoles 
    fue asesinado bajo 
    la sombra de los muros 
    mientras tocaban todas las campanas 
    en honor del verdugo, 
    pero 
    los azahares 
    dieron olor al mundo aquellos días 
    y aquel aroma era 
    el corazón martirizado 
    del pastor de Orihuela 
    y era Miguel su nombre. 

    Aquellos días y años 
    mientras agonizaba, 
    en la historia 
    se sepultó la luz, 
    pero allí palpitaba 
    y volverá mañana. 
    Aquellos días y siglos 
    en que a Miguel Hernández, 
    los carceleros 
    dieron tormento y agonía, 
    la tierra echó de menos 
    sus pasos de pastor sobre los montes 
    y el guerrillero muerto, 
    al caer, victorioso, 
    escuchó de la tierra 
    levantarse un rumor, un latido, 
    como si se entreabrieran las estrellas 
    de un jazmín silencioso: 
    era la poesía de Miguel. 
    Desde la tierra hablaba, 
    desde la tierra 
    hablará para siempre, 
    es la voz de su pueblo, 
    él fue entre los soldados 
    como una torre ardiente. 

    Él era 
    fortaleza 
    de cantos y estampidos, 
    fue como un panadero: 
    con sus manos hacía 
    sus sonetos. 
    Toda su poesía 
    tiene tierra porosa, 
    cereales, arena, 
    barro y viento, 
    tiene forma 
    de jarra levantina, 
    de cadera colmada, 
    de barriga de abeja, 
    tiene olor 
    a trébol en la lluvia, 
    a ceniza amaranto, 
    a humo de estiércol, tarde, 
    en las colinas. 
    Su poesía 
    es maíz agrupado 
    en un racimo de oro, 
    es viña de uvas negras, es botella 
    de cristal deslumbrante 
    llena de vino y agua, noche y día, 
    es espiga escarlata, 
    estrella anunciadora, 
    hoz y martillo escritos con diamantes 
    en la sombra de España. 

    Miguel Hernández, toda 
    la anaranjada greda o levadura 
    de tu tierra y tu pueblo 
    revivirá contigo. 
    Tú la guardaste 
    con la mano más torpe, en la agonía, 
    porque tú estabas hecho 
    para el amanecer y la victoria, 
    estabas hecho de agua y tierra virgen, 
    de estupor insaciable, 
    de plantas y de nidos. 

    Eras 
    la germinación invencible 
    de la materia que canta, 
    eras 
    patria de la entereza y dispusiste 
    contra los enemigos, 
    el moro y el franquista, 
    una mano pesada 
    llena de enredaderas y metales. 
    Con tu espada en los brazos, invisible, 
    morías, 
    pero no estabas solo. 
    No sólo la hierba quemada 
    en las pobres colinas de Orihuela 
    esparcieron tu voz y tu perfume 
    por el mundo. 
    Tu pueblo parecía 
    mudo, 
    no miraba 
    tu muerte, 
    no oía 
    las misas del desprecio 
    pero, anda, 
    anda y pregunta, 
    anda y ve sí hay alguno 
    que no sepa tu nombre. 

    Todos sabían, 
    en las cárceles, 
    mientras los carceleros 
    cenaban con Cossío, 
    tu nombre. 
    Era un fulgor mojado 
    por las lágrimas 
    tu voz de miel salvaje. 
    Tu revolucionaria 
    poesía 
    era, en silencio, en celdas, 
    de una cárcel a otra, 
    repetida, 
    atesorada, 
    y ahora 
    despunta el germen, 
    sale tu grano a la luz, 
    tu cereal violento 
    acusa, 
    en cada calle, 
    tu voz toma el camino 
    de las insurrecciones. 

    Nadie, Miguel, te ha olvidado. 
    Aquí te llevamos todos 
    en mitad del pecho. 

    Hijo mío, recuerdas 
    cuando 
    te recibí y te puse 
    mi amistad de piedra en las manos? 
    Y bien, ahora, 
    muerto, 
    todo me lo devuelves. 
    Has crecido y crecido, 
    eres, 
    eres eterno, 
    eres España, 
    eres tu pueblo, 
    ya no pueden matarte. 
    Ya has levantado 
    tu pecho de granero, 
    tu cabeza 
    llena de rayos rojos, 
    ya no te detuvieron. 
    Ahora 
    quieren hincarse 
    como frailes tardíos 
    en tu recuerdo, 
    quieren regar con baba 
    tu rostro, guerrillero comunista. 
    No pueden. 
    No los dejaremos. 
    Ahora 
    quédate puro, 
    quédate silencioso, 
    permanece sonoro, 
    deja 
    que recen, 
    deja 
    que caiga el hilo negro 
    de sus catafalcos podridos 
    y bocas medievales. 
    No saben otra cosa. 
    Ya llegará 
    tu viento, 
    el viento del pueblo, 
    el rostro de Dolores, 
    el paso victorioso 
    de nuestra nunca muerta 
    España, 
    y entonces, 
    arcángel de las cabras, 
    pastor caído, 
    gigantesco poeta de tu pueblo, 
    hijo mío, 
    verás 
    que tu rostro arrugado 
    estará en las banderas, 
    vivirá en la victoria, 
    revivirá cuando reviva el pueblo, 
    marchará con nosotros sin que nadie 
    pueda apartarte más del regazo de España.

    Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto nació en Parral, Chile, el 12 de julio de 1904 conocido por el seudónimo y, más tarde, el nombre legal de Pablo Neruda, fue un poeta chileno, considerado uno de los mayores y más influyentes de su siglo, siendo llamado por el novelista Gabriel García Márquez «el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma». Entre sus múltiples reconocimientos destaca el Premio Nobel de Literatura en 1971. En 1917, publica su primer artículo en el diario La Mañana de Temuco, con el título de Entusiasmo y perseverancia. En esta ciudad escribió gran parte de los trabajos, que pasarían a integrar su primer libro de poemas: Crepusculario. En 1924 publica su famoso Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en el que todavía se nota una influencia del modernismo. En 1927, comienza su larga carrera diplomática en Rangún, Birmania. Será luego cónsul en Sri Lanka, Java, Singapur, Buenos Aires, Barcelona y Madrid. En sus múltiples viajes conoce en Buenos Aires a Federico García Lorca y en Barcelona a Rafael Alberti. Pregona su concepción poética de entonces, la que llamó «poesía impura», y experimenta el poderoso y liberador influjo del Surrealismo. En 1935, aparece la edición madrileña de Residencia en la tierra.