Se llamaba Miguel. Era un pequeño 
pastor de las orillas 
de Orihuela. 
Lo amé y puse en su pecho 
mi masculina mano, 
y creció su estatura poderosa 
hasta que en la aspereza 
de la tierra española 
se destacó su canto 
como una brusca encina 
en la que se juntaron 
todos los enterrados ruiseñores, 
todas las aves del sonoro cielo, 
el esplendor del hombre duplicado 
en el amor de la mujer amada, 
el zumbido oloroso 
de las rubias colmenas, 
el agrio olor materno 
de las cabras paridas, 
el telégrafo puro 
de las cigarras rojas. 
Miguel hizo de todo 
-territorio y abeja, 
novia, viento y soldado- 
barro para su estirpe vencedora 
de poeta del pueblo, 
y así salió caminando 
sobre las espinas de España 
con una voz que ahora 
sus verdugos 
tienen que oír, escuchan, 
aquellos 
que conservan las manos 
manchadas 
con su sangre indeleble, 
oyen su canto 
y creen 
que es sólo tierra 
y agua. 
No es cierto. 
Es sangre, 
sangre, 
sangre de España, sangre 
de todos los pueblos de España, 
es su sangre que canta 
y nombra 
y llama, 
nombra todas las cosas 
porque él todo lo amaba, 
pero esa voz no olvida, 
esa sangre no olvida 
de dónde viene 
y para quiénes canta. 
Canta 
para que se abran las cárceles 
y ande la libertad por los caminos. 
A mi me llama 
para mostrarme todos los lugares 
por donde lo arrastraron, 
a él, luz de los pueblos, 
relámpago de idiomas, 
para mostrarme 
el presidio de Ocaña, 
en donde gota a gota 
lo sangraron, 
en donde cercenaron 
su garganta, 
en donde lo mataron siete años 
encarnizándose 
en su canto 
porque cuando mataron esos labios 
se apagaron las lámparas de España. 
Y así me llama y me dice: 
'Aquí me ajusticiaron lentamente.' 
Así el que amó y llevaba 
bajo su pobre ropa 
todos los manantiales españoles 
fue asesinado bajo 
la sombra de los muros 
mientras tocaban todas las campanas 
en honor del verdugo, 
pero 
los azahares 
dieron olor al mundo aquellos días 
y aquel aroma era 
el corazón martirizado 
del pastor de Orihuela 
y era Miguel su nombre. 
Aquellos días y años 
mientras agonizaba, 
en la historia 
se sepultó la luz, 
pero allí palpitaba 
y volverá mañana. 
Aquellos días y siglos 
en que a Miguel Hernández, 
los carceleros 
dieron tormento y agonía, 
la tierra echó de menos 
sus pasos de pastor sobre los montes 
y el guerrillero muerto, 
al caer, victorioso, 
escuchó de la tierra 
levantarse un rumor, un latido, 
como si se entreabrieran las estrellas 
de un jazmín silencioso: 
era la poesía de Miguel. 
Desde la tierra hablaba, 
desde la tierra 
hablará para siempre, 
es la voz de su pueblo, 
él fue entre los soldados 
como una torre ardiente. 
Él era 
fortaleza 
de cantos y estampidos, 
fue como un panadero: 
con sus manos hacía 
sus sonetos. 
Toda su poesía 
tiene tierra porosa, 
cereales, arena, 
barro y viento, 
tiene forma 
de jarra levantina, 
de cadera colmada, 
de barriga de abeja, 
tiene olor 
a trébol en la lluvia, 
a ceniza amaranto, 
a humo de estiércol, tarde, 
en las colinas. 
Su poesía 
es maíz agrupado 
en un racimo de oro, 
es viña de uvas negras, es botella 
de cristal deslumbrante 
llena de vino y agua, noche y día, 
es espiga escarlata, 
estrella anunciadora, 
hoz y martillo escritos con diamantes 
en la sombra de España. 
Miguel Hernández, toda 
la anaranjada greda o levadura 
de tu tierra y tu pueblo 
revivirá contigo. 
Tú la guardaste 
con la mano más torpe, en la agonía, 
porque tú estabas hecho 
para el amanecer y la victoria, 
estabas hecho de agua y tierra virgen, 
de estupor insaciable, 
de plantas y de nidos. 
Eras 
la germinación invencible 
de la materia que canta, 
eras 
patria de la entereza y dispusiste 
contra los enemigos, 
el moro y el franquista, 
una mano pesada 
llena de enredaderas y metales. 
Con tu espada en los brazos, invisible, 
morías, 
pero no estabas solo. 
No sólo la hierba quemada 
en las pobres colinas de Orihuela 
esparcieron tu voz y tu perfume 
por el mundo. 
Tu pueblo parecía 
mudo, 
no miraba 
tu muerte, 
no oía 
las misas del desprecio 
pero, anda, 
anda y pregunta, 
anda y ve sí hay alguno 
que no sepa tu nombre. 
Todos sabían, 
en las cárceles, 
mientras los carceleros 
cenaban con Cossío, 
tu nombre. 
Era un fulgor mojado 
por las lágrimas 
tu voz de miel salvaje. 
Tu revolucionaria 
poesía 
era, en silencio, en celdas, 
de una cárcel a otra, 
repetida, 
atesorada, 
y ahora 
despunta el germen, 
sale tu grano a la luz, 
tu cereal violento 
acusa, 
en cada calle, 
tu voz toma el camino 
de las insurrecciones. 
Nadie, Miguel, te ha olvidado. 
Aquí te llevamos todos 
en mitad del pecho. 
Hijo mío, recuerdas 
cuando 
te recibí y te puse 
mi amistad de piedra en las manos? 
Y bien, ahora, 
muerto, 
todo me lo devuelves. 
Has crecido y crecido, 
eres, 
eres eterno, 
eres España, 
eres tu pueblo, 
ya no pueden matarte. 
Ya has levantado 
tu pecho de granero, 
tu cabeza 
llena de rayos rojos, 
ya no te detuvieron. 
Ahora 
quieren hincarse 
como frailes tardíos 
en tu recuerdo, 
quieren regar con baba 
tu rostro, guerrillero comunista. 
No pueden. 
No los dejaremos. 
Ahora 
quédate puro, 
quédate silencioso, 
permanece sonoro, 
deja 
que recen, 
deja 
que caiga el hilo negro 
de sus catafalcos podridos 
y bocas medievales. 
No saben otra cosa. 
Ya llegará 
tu viento, 
el viento del pueblo, 
el rostro de Dolores, 
el paso victorioso 
de nuestra nunca muerta 
España, 
y entonces, 
arcángel de las cabras, 
pastor caído, 
gigantesco poeta de tu pueblo, 
hijo mío, 
verás 
que tu rostro arrugado 
estará en las banderas, 
vivirá en la victoria, 
revivirá cuando reviva el pueblo, 
marchará con nosotros sin que nadie 
pueda apartarte más del regazo de España.
Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto nació en Parral, Chile, el 12 de julio de 1904 conocido por el seudónimo y, más tarde, el nombre legal de Pablo Neruda, fue un poeta chileno, considerado uno de los mayores y más influyentes de su siglo, siendo llamado por el novelista Gabriel García Márquez «el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma». Entre sus múltiples reconocimientos destaca el Premio Nobel de Literatura en 1971. En 1917, publica su primer artículo en el diario La Mañana de Temuco, con el título de Entusiasmo y perseverancia. En esta ciudad escribió gran parte de los trabajos, que pasarían a integrar su primer libro de poemas: Crepusculario. En 1924 publica su famoso Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en el que todavía se nota una influencia del modernismo. En 1927, comienza su larga carrera diplomática en Rangún, Birmania. Será luego cónsul en Sri Lanka, Java, Singapur, Buenos Aires, Barcelona y Madrid. En sus múltiples viajes conoce en Buenos Aires a Federico García Lorca y en Barcelona a Rafael Alberti. Pregona su concepción poética de entonces, la que llamó «poesía impura», y experimenta el poderoso y liberador influjo del Surrealismo. En 1935, aparece la edición madrileña de Residencia en la tierra.