En las arenas de Magallanes te recogimos cansada
navegante, inmóvil
bajo la tempestad que tantas veces tu pecho dulce y doble
desafió dividiendo en sus pezones.
Te levantamos otra vez sobre los mares del Sur, pero ahora
fuiste la pasajera de lo oscuro, de los rincones, igual
al trigo y al metal que custodiaste
en alta mar, envuelta por la noche marina.
Hoy eres mía, diosa que el albatros gigante
rozó con su estatura extendida en el vuelo,
como un manto de música dirigida en la lluvia
por tus ciegos y errantes párpados de madera.
Rosa del mar, abeja más pura que los sueños,
almendrada mujer que desde las raíces
de una encina poblada por los cantos
te hiciste forma, fuerza de follaje con nidos,
boca de tempestades, dulzura delicada
que iría conquistando la luz con sus caderas.
Cuando ángeles y reinas que nacieron contigo
se llenaron de musgo, durmieron destinadas
a la inmovilidad con un honor de muertos,
tú subiste a la proa delgada del navío
y ángel y reina y ola, temblor del mundo fuiste.
El estremecimiento de los hombres subía
hasta tu noble túnica con pechos de manzana,
mientras tus labios eran oh dulce! humedecidos
por otros besos dignos de tu boca salvaje.
Bajo la noche extraña tu cintura dejaba
caer el peso puro de la nave en las olas
cortando en la sombría magnitud un camino
de fuego derribado, de miel fosforescente.
El viento abrió en tus rizos su caja tempestuosa,
el desencadenado metal de su gemido,
y en la aurora la luz te recibió temblando
en los puertos, besando tu diadema mojada.
A veces detuviste sobre el mar tu camino
y el barco tembloroso bajó por su costado,
como una gruesa fruta que se desprende y cae,
un marinero muerto que acogieron la espuma
y el movimiento puro del tiempo y del navío.
Y sólo tú entre todos los rostros abrumados
por la amenaza, hundidos en un dolor estéril,
recibiste la sal salpicada en tu máscara,
y tus ojos guardaron las lágrimas saladas.
Más de una pobre vida resbaló por tus brazos
hacia la eternidad de las aguas mortuorias,
y el roce que te dieron los muertos y los vivos
gastó tu corazón de madera marina.
Hoy hemos recogido de la arena tu forma.
Al final, a mis ojos estabas destinada.
Duermes tal vez, dormida, tal vez has muerto, muerta:
tu movimiento, al fin, ha olvidado el susurro
y el esplendor errante cerró su travesía.
Iras del mar, golpes del cielo han coronado
tu altanera cabeza con grietas y rupturas,
y tu rostro como una caracola reposa
con heridas que marcan tu frente balanceada.
Para mí tu belleza guarda todo el perfume,
todo el ácido errante, toda su noche oscura.
Y en tu empinado pecho de lámpara o de diosa,
torre turgente, inmóvil amor, vive la vida.
Tú navegas conmigo, recogida, hasta el día
en que dejen caer lo que soy en la espuma.