Cuando tú me elegiste -el amor eligió- salí del gran anónimo de todos, de la nada.
Hasta entonces nunca era yo más alto que las sierras del mundo. Nunca bajé más hondo de las profundidades máximas señaladas en las cartas marinas.
Y mi alegría estaba triste, como lo están esos relojes chicos, sin brazo en que ceñirse y sin cuerda, parados. Pero al decirme: “tú” a mí, sí, a mí, entre todos-, más alto ya que estrellas o corales estuve.
Y mi gozo se echó a rodar, prendido a tu ser, en tu pulso. Posesión tú me dabas de mí, al dárteme tú. Viví, vivo. ¿Hasta cuándo? Sé que te volverás atrás. Cuando te vayas retornaré a ese sordo mundo, sin diferencias, del gramo, de la gota, en el agua, en el peso.
Uno más seré yo al tenerte de menos. Y perderé mi nombre, mi edad, mis señas, todo perdido en mí, de mí. Vuelto al osario inmenso de los que no se han muerto y ya no tienen nada que morirse en la vida.
Hoy son las manos la memoria. El alma no se acuerda, está dolida de tanto recordar. Pero en las manos queda el recuerdo de lo que han tenido. Recuerdo de una piedra que hubo junto a un arroyo y que cogimos distraídamente
El sueño es una larga despedida de ti. ¡Qué gran vida contigo, en pie, alerta en el sueño! ¡Dormir el mundo, el sol, las hormigas, las horas, todo, todo dormido, en el sueño que duermo!
Se siente una lluvia cerca. A esa nube gris, plomiza, que por su altura navega, tan sin prisa soñadora, se le puede ver el rumbo; es un jardín; el sueño se le descifra: es una rosa.