Cero, de Pedro Salinas | Poema

    Poema en español
    Cero

    Y esa Nada, ha causado muchos llantos, 
    Y Nada fue instrumento de la Muerte, 
    Y Nada vino a ser muerte de tantos. 

    Francisco de Quevedo 
     

    Ya maduró un nuevo cero 
    que tendrá su devoción. 

    Antonio Machado 
     

       I 


    Invitación al llanto. Esto es un llanto, 
    ojos, sin fin, llorando, 
    escombrera adelante, por las ruinas 
    de innumerables días. 
    Ruinas que esparce un cero —autor de nadas, 
    obra del hombre—, un cero, cuando estalla. 

    Cayó ciega. La soltó, 
    la soltaron, a seis mil 
    metros de altura, a las cuatro. 
    ¿Hay ojos que le distingan 
    a la Tierra sus primores 
    desde tan alto? 
    ¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas, 
    que se tejen, se destejen, 
    mariposas, hombres, tigres, 
    amándose y desamándose? 
    No. Geometría. Abstractos 
    colores sin habitantes, 
    embuste liso de atlas. 
    Cientos de dedos del viento 
    una tras otra pasaban 
    las hojas 
    —márgenes de nubes blancas— 
    de las tierras de la Tierra, 
    vuelta cuaderno de mapas. 
    Y a un mapa distante, ¿quién 
    le tiene lástima? Lástima 
    de una pompa de jabón 
    irisada, que se quiebra; 
    o en la arena de la playa 
    un crujido, un caracol 
    roto 
    sin querer, con la pisada. 
    Pero esa altura tan alta 
    que ya no la quieren pájaros, 
    le ciega al querer su causa 
    con mil aires transparentes. 
    Invisibles se le vuelven 
    al mundo delgadas gracias: 
    La azucena y sus estambres, 
    colibríes y sus alas, 
    las venas que van y vienen, 
    en tierno azul dibujadas, 
    por un pecho de doncella. 
    ¿Quién va a quererlas 
    si no se las ve de cerca? 

    Él hizo su obligación: 
    lo que desde veinte esferas 
    instrumentos ordenaban, 
    exactamente: soltarla 
    al momento justo. 

    Nada. 
    Al principio 
    no vio casi nada. Una 
    mancha, creciendo despacio, 
    blanca, más blanca, ya cándida. 
    ¿Arrebañados corderos? 
    ¿Vedijas, copos de lana? 
    Eso sería... 
    ¡Qué peso se le quitaba! 
    Eso sería: una imagen 
    que regresa. 
    Veinte años, atrás, un niño. 

    Él era un niño —allá atrás— 
    que en estíos campesinos 
    con los corderos jugaba 
    por el pastizal. Carreras, 
    topadas, risas, caídas 
    de bruces sobre la grama, 
    tan reciente de rocío 
    que la alegría del mundo 
    al verse otra vez tan claro, 
    le refrescaba la cara. 
    Sí; esas blancuras de ahora, 
    allá abajo 
    en vellones dilatadas, 
    no pueden ser nada malo: 
    rebaños y más rebaños 
    serenísimos que pastan 
    en ancho mapa de tréboles. 
    Nada malo. Ecos redondos 
    de aquella inocencia doble 
    veinte años atrás: infancia 
    triscando con el cordero 
    y retazos celestiales, 
    del sol niño con las nubes 
    que empuja, pastora, el alba. 

    Mientras, 
    detrás de tanta blancura 
    en la Tierra —no era mapa— 
    en donde el cero cayó, 
    el gran desastre empezaba. 



       II 


    Muerto inicial y víctima primera: 
    lo que va a ser y expira en los umbrales 
    del ser. ¡Ahogado coro de inminencias! 
    Heráldicas palabras voladoras 
    —«¡pronto!», «¡en seguida!», «¡ya!»— nuncios de dichas 
    colman el aire, lo vuelven promesa. 
    Pero la anunciación jamás se cumple: 
    la que aguardaba el éxtasis, doncella, 
    se quedará en su orilla, para siempre 
    entre su cuerpo y Dios alma suspensa. 
    ¡Qué de esparcidas ruinas de futuro 
    por todo alrededor, sin que se vean! 
    Primer beso de amantes incipientes. 
    ¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo? 
    ¿Podrán los labios repetirlo? Vuelan 
    hacia el segundo beso; más que beso, 
    claridad quieren, buscan la certeza 
    alegre de su don de hacer milagros 
    donde las bocas férvidas se encuentran. 
    ¿ Por qué si ya los hálitos se juntan 
    los labios a posarse nunca llegan? 
    Tan al borde del beso, no se besan. 

    Obediente al ardor de un mediodía 
    la moza muerde ya la fruta nueva. 
    La boca anhela el más celado jugo; 
    del anhelo no pasa. Se le niega 
    cuando el labio presiente su dulzura 
    la condensada dentro, primavera, 
    pulpas de mayo, azúcares de junio, 
    día a día sumados a la almendra. 

    Consumación feliz de tanta ruta, 
    último paso, amante, pie en el aire, 
    que trae amor adonde amor espera. 
    Tiembla Julieta de Romeos próximos, 
    ya abre el alma a Calixto, Melibea. 
    Pero el paso final no encuentra suelo. 
    ¿Dónde, si se hunde el mundo en la tiniebla, 
    si ya es nada Verona, y si no hay huerto? 
    De imposibles se vuelve la pareja. 

    ¿Y esa mano —¿de quién?—, la mano trunca 
    blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana, 
    que buscas en el rosal la única abierta, 
    y cuando ya la alcanza por el tallo 
    se desprende, dejándose a la rosa, 
    sin conocer los ojos de su dueña? 

    ¡Cimeras alegrías tremolantes, 
    gozo inmediato, pasmo que se acerca: 
    la frase más difícil, la penúltima, 
    la que lleva, derecho, hasta el acierto, 
    perfección vislumbrada, nunca nuestra! 
    ¡Imágenes que inclinan su hermosura 
    sobre espejos que nunca las reflejan! 

    ¡Qué cadáver ingrávido: una mañana 
    que muere al filo de su aurora cierta! 
    Vísperas son capullos. Sí, de dichas; 
    sí, de tiempo, futuros en capullos. 
    ¡Tan hermosas, las vísperas! 
    ¡Y muertas! 



       III 


    ¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra? 
    Polvo que se levanta de la ruina, 
    humo del sacrificio, vaho de escombros 
    dice que sí se puede. Que hay más pena. 
    Vasto ayer que se queda sin presente, 
    vida inmolada en aparentes piedras. 

    ¡Tanto afinar la gracia de los fustes 
    contra la selva tenebrosa alzados 
    de donde el miedo viene al alma, pánico! 
    Junto a un altar de azul, de ola y espuma, 
    el pensar y la piedra se desposan; 
    el mármol, que era blanco, es ya blancura. 
    Alborean columnas por el mundo, 
    ofreciéndole un orden a la aurora. 
    No terror, calma pura da este bosque, 
    de noble savia pórtico. 
    Vientos y vientos de dos mil otoños 
    con hojas de esta selva inmarcesible 
    quisieran aumentar sus hojarascas. 
    Rectos embisten, curvas les engañan. 
    Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda? 
    No pájaros, sus copas, procesiones 
    de doncellas mantienen en lo alto, 
    que atraviesan el tiempo, sin moverse. 

    Este espacio que no era más que espacio 
    a nadie dedicado, aire en vacío, 
    la lenta cantería lo redime 
    piedras poniendo, de oro, sobre piedras, 
    de aquella indiferencia sin plegaria. 
    Fiera luz, la del sumo mediodía, 
    claridad, toda hueca, de tan clara 
    va aprendiendo, ceñida entre altos muros 
    mansedumbres, dulzuras; ya es misterio. 
    Cantan coral callado las ojivas. 
    Flechas de alba cruzan por los santos 
    incorpóreos, no hieren, les traen vida 
    de colores. La noche se la quita. 
    La bóveda, al cerrarse abre más cielo. 
    Y en la hermosura vasta de estos límites 
    siente el alma que nada la termina. 

    Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora 
    el torno la conduce hasta su auge: 
    suave concavidad, nido de dioses. 
    Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas 
    en su seno se posan. A esta crátera 
    ojos, siempre sedientos, a abrevarse 
    vienen de agua de mito, inagotable. 
    Guarda la copa en este fondo oscuro 
    callado resplandor, eco de Olimpo. 
    Frágil materia es, mas se acomodan 
    los dioses, los eternos, en su círculo. 

    Y así, con lentitud que no descansa, 
    por las obras del hombre se hace el tiempo 
    profusión fabulosa. Cuando rueda 
    el mundo, tesorero, va sumando 
    —en cada vuelta gana una hermosura— 
    a belleza de ayer, belleza inédita. 
    Sobre sus hombros gráciles las horas 
    dádivas imprevistas acarrean. 
    ¿Vida? Invención, hallazgo, lo que es 
    hoy a las cuatro, y a las tres no era. 
    Gozo de ver que si se marchan unas 
    trasponiendo la ceja de la tarde, 
    por el nocturno alcor otras se acercan. 
    Tiempo, fila de gracias que no cesa. 
    ¡Qué alegría, saber que en cada hora 
    algo que está viniendo nos espera! 
    Ninguna ociosa, cada cual su don; 
    ninguna avara, todo nos lo entregan. 
    Por las manos que abren somos ricos 
    y en el regazo, Tierra, de este mundo 
    dejando van sin pausa 
    novísimos presentes: diferencias. 

    ¿Flor? Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor! 
    Todo, en lo igual, distinto: primavera. 
    Cuando se ve la Tierra amanecerse 
    se siente más feliz. La luz que llega 
    a estrecharle las obras que este día 
    la acrece su plural. ¡Es más diversa! 



       IV 


    El cero cae sobre ellas. 
    Ya no las veo, a las muchas, 
    las bellísimas, deshechas, 
    en esa desgarradora 
    unidad que las confunde, 
    en la nada, en la escombrera. 

    Por el escombro busco yo a mis muertos; 
    más me duele su ser tan invisibles. 
    Nadie los ve: lo que se ve son formas 
    truncas; prodigios eran, singulares, 
    que retornan, vencidos, a su piedra. 
    Muertos añosos, muertos a lo lejos, 
    cadáveres perdidos, 
    en ignorado osario perfecciona 
    la Tierra, lentamente, su esqueleto. 
    Su muerte fue hace mucho. Esperanzada 
    en no morir, su muerte. Ánima dieron 
    a masas que yacían en canteras. 
    Muchas piedras llenaron de temblores. 
    Mineral que camina hacia la imagen, 
    misteriosa tibieza, ya corriendo 
    por las vetas del mármol, 
    cuando, curva tras curva, se le empuja 
    hacia su más, a ser pecho de ninfa. 
    Piedra que late así con un latido 
    de carne que no es suya, entra en el juego 
    —ruleta son las horas y los días—: 
    el jugarse a la nada, o a lo eterno 
    el caudal de sus formas confiado: 
    el alma de los hombres, sus autores. 
    Si es su bulto de carne fugitivo, 
    ella queda detrás, la salvadora 
    roca, hija de sus manos, fidelísima, 
    que acepta con marmóreo silencio 
    augusto compromiso: eternizarlos. 
    Menos morir, morir así: transbordo 
    de una carne terrena a bajel pétreo 
    que zarpa, sin más aire que le impulse 
    que un soplo, al expirar, último aliento. 
    Travesía que empieza, rumbo a siempre; 
    la brújula no sirve, hay otro norte 
    que no confía a mapas su secreto; 
    misteriosos pilotos invisibles, 
    desde tumbas los guían, mareantes 
    por aguja de fe, según luceros. 
    Balsa de dioses, ánfora. 
    Naves de salvación con un polícromo 
    velamen de vidrieras, y sus cuentos 
    mármol, que flota porque vista de Venus. 
    Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo 
    inmóviles, con proas tajadoras 
    auroras y crepúsculos, espumas 
    del tumbo de los años; años, olas 
    por los siglos alzándose y rompiendo. 
    Peripecia suprema día y noche, 
    navegar tesonero 
    empujado por racha que no atregua: 
    negación del morir, ansia de vida, 
    dando sus velas, piedras, a los vientos. 
    Armadas extrañísimas de afanes, 
    galeras, no de vivos, no de muertos, 
    tripulaciones de querencias puras, 
    incansables remeros, 
    cada cual con su remo, lo que hizo, 
    soñando en recalar en la celeste 
    ensenada segura, la que está 
    detrás, salva, del tiempo. 



       V 


    ¡Y todos, ahora, todos, 
    qué naufragio total, en este escombro! 
    No tibios, no despedazados miembros 
    me piden compasión, desde la ruina: 
    de carne antigua voz antigua, oigo. 

    Desgarrada blancura, torso abierto, 
    aquí, a mis pies, informe. 
    Fue ninfa geométrica, columna. 
    El corazón que acaban de matarle, 
    Leucipo, pitagórico, 
    calculador de sueños, arquitecto, 
    de su pecho lo fue pasando a mármoles. 
    Y así, edad tras edad, en estas cándidas 
    hijas de su diseño 
    su vivir se salvó. Todo invisible, 
    su pálpito y su fuego. 
    Y ellas abstractos bultos se fingían, 
    pura piedra, columnas sin misterio. 

    Más duelo, más allá: serafín trunco, 
    ángel a trozos, roto mensajero. 
    Quebrada en seis pedazos 
    sonrisa, que anunciaba, por el suelo. 
    Entre el polvo guedejas 
    de rubia piedra, pelo tan sedeño 
    que el sol se lo atusaba a cada aurora 
    con sus dedos primeros. 
    Alas yacen usadas a lo altísimo, 
    en barro acaba su plumaje célico. 
    (A estas plumas del ángel desalado 
    encomendó su vuelo 
    sobre los siglos el hermano Pablo, 
    dulce monje cantero.) 
    Sigo escombro adelante, solo, solo. 
    Hollando voy los restos 
    de tantas perfecciones abolidas. 
    Años, siglos, por siglos acudieron 
    aquí, a posarse en ellas; rezumaban 
    arcillas o granitos, 
    linajes de humedad, frescor edénico. 
    No piso la materia; en su pedriza 
    piso al mayor dolor, tiempo deshecho. 
    Tiempo divino que llegó a ser tiempo 
    poco a poco, mañana tras su aurora, 
    mediodía camino de su véspero, 
    estío que se junta con otoño, 
    primaveras sumadas al invierno. 
    Años que nada saben de sus números, 
    llegándose, marchándose sin prisa, 
    sol que sale, sol puesto, 
    artificio diario, lenta rueda 
    que va subiendo al hombre hasta su cielo. 
    Piso añicos de tiempo. 
    Camino sobre anhelos hechos trizas, 
    sobre los días lentos 
    que le costó al cincel llegar al ángel; 
    sobre ardorosas noches, 
    con el ardor ardidas del desvelo 
    que en la alta madrugada da, por fin, 
    con el contorno exacto de su empeño... 
    Hollando voy las horas jubilares: 
    triunfo, toque final, remate, término 
    cuando ya, por constancia o por milagro, 
    obra se acaba que empezó proyecto. 
    Lo que era suma en un instante es polvo. 
    ¡Qué derroche de siglos, un momento! 
    No se derrumban piedras, no, ni imágenes; 
    lo que se viene abajo es esa hueste 
    de tercos defensores de sus sueños. 
    Tropa que dio batalla a las milicias 
    mudas, sin rostro, de la nada; ejército 
    que matando a un olvido cada día 
    conquistó lentamente los milenios. 
    Se abre por fin la tumba a que escaparon; 
    les llega aquí la muerte de que huyeron. 
    Ya encontré mi cadáver, el que lloro. 
    Cadáver de los muertos que vivían 
    salvados de sus cuerpos pasajeros. 
    Un gran silencio en el vacío oscuro, 
    un gran polvo de obras, triste incienso, 
    canto inaudito, funeral sin nadie. 
    Yo sólo le recuerdo, al impalpable, 
    al NO dicho a la muerte, sostenido 
    contra tiempo y marea: ése es el muerto. 
    Soy la sombra que busca en la escombrera. 
    Con sus siete dolores cada una 
    mil soledades vienen a mi encuentro. 
    Hay un crucificado que agoniza 
    en desolado Gólgota de escombros, 
    de su cruz separado, cara al cielo. 
    Como no tiene cruz parece un hombre. 
    Pero aúlla un perro, un infinito perro 
    —inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?—, 
    voz clamante entre ruinas por su Dueño.

    Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951), autor de poemarios emblemáticos como Seguro azar, La voz a ti debida o El contemplado, es una figura clave del panorama cultural español del siglo XX. También cabe destacar su obra epistolar, en la que destaca Cartas a Katherine Whitmore y su Correspondencia (1923-1951) con el también poeta Jorge Guillén. Su vida, consagrada a la poesía y a la literatura, estuvo marcada por su exilio a Estados Unidos en 1936.