¡Qué gran víspera el mundo! No había nada hecho. Ni materia, ni números, ni astros, ni siglos,... nada. El carbón no era negro ni la rosa era tierna. Nada era nada, aún. ¡Qué inocencia creer que fue el pasado de otros y en otro tiempo, ya irrevocable, siempre! No, el pasado era nuestro: no tenía ni nombre. Podíamos llamarlo a nuestro gusto: estrella, colibrí, teorema, en vez de así, “pasado”; quitarle su veneno. Un gran viento soplaba hacia nosotros minas, continentes, motores. ¿Minas de qué? Vacías. Estaban aguardando nuestro primer deseo, para ser en seguida de cobre, de amapolas. Las ciudades, los puertos flotaban sobre el mundo, sin sitio todavía: esperaban que tú les dijeses: “Aquí”, para lanzar los barcos, las máquinas, las fiestas. Máquinas impacientes de sin destino, aún; porque harían la luz si tú se lo mandabas, o las noches de otoño si las querías tú. Los verbos, indecisos, te miraban los ojos como los perros fieles, trémulos. Tu mandato iba a marcarles ya sus rumbos, sus acciones. ¿Subir? Se estremecía su energía ignorante. ¿Sería ir hacia arriba “subir”? ¿E ir hacia dónde sería “descender”? Con mensajes a antípodas, a luceros, tu orden iba a darles conciencia súbita de su ser, de volar o arrastrarse. El gran mundo vacío, sin empleo, delante de ti estaba: su impulso se lo darías tú. Y junto a ti, vacante, Por nacer, anheloso, Con los con los ojos cerrados, Preparado ya el cuerpo Para el dolor y el beso, con la sangre en su sitio, yo, esperando ¡ay, si no me mirabas! a que tú me quisieses y me dijeras: “Ya”.
Hoy son las manos la memoria. El alma no se acuerda, está dolida de tanto recordar. Pero en las manos queda el recuerdo de lo que han tenido. Recuerdo de una piedra que hubo junto a un arroyo y que cogimos distraídamente
Se siente una lluvia cerca. A esa nube gris, plomiza, que por su altura navega, tan sin prisa soñadora, se le puede ver el rumbo; es un jardín; el sueño se le descifra: es una rosa.