¡Qué paseo de noche con tu ausencia a mi lado! Me acompaña el sentir que no vienes conmigo. Los espejos, el agua se creen que voy solo; se lo creen los ojos.
Sirenas de los cielos aún chorreando estrellas, tiernas muchachas lánguidas, que salen de automóviles, me llaman. No las oigo. Aún tengo en el oído tu voz, cuando me dijo: “No te vayas”. Y ellas, tus tres palabras últimas, van hablando conmigo sin cesar, me contestan a lo que preguntó mi vida el primer día. Espectros, sombras, sueños, amores de otra vez, de mí compadecidos, quieren venir conmigo, van a darme la mano. Pero notan de pronto que yo llevo estrechada, cálida, viva, tierna, la forma de una mano palpitando en la mía. La que tú me tendiste al decir: “No te vayas”. Se van, se marchan ellos, los espectros, las sombras, atónitos de ver que no me dejan solo. Y entonces la alta noche, la oscuridad, el frío, engañados también, me vienen a besar. No pueden; otro beso se interpone en mis labios. No se marcha de allí, no se irá. El que me diste, mirándome a los ojos cuando yo me marché, diciendo: “No te vayas”.
Hoy son las manos la memoria. El alma no se acuerda, está dolida de tanto recordar. Pero en las manos queda el recuerdo de lo que han tenido. Recuerdo de una piedra que hubo junto a un arroyo y que cogimos distraídamente
Se siente una lluvia cerca. A esa nube gris, plomiza, que por su altura navega, tan sin prisa soñadora, se le puede ver el rumbo; es un jardín; el sueño se le descifra: es una rosa.