Y súbita, de pronto, porque sí, la alegría. Sola, porque ella quiso, vino. Tan vertical, tan gracia inesperada, tan dádiva caída, que no puedo creer que sea para mí. Miro a mi alrededor, busco. ¿De quién sería? ¿Será de aquella isla escapada del mapa, que pasó por mi lado vestida de muchacha, con espumas al cuello, traje verde y un gran salpicar de aventuras? ¿No se le habrá caído a un tres, a un nueve, a un cinco de este agosto que empieza? ¿O es la que vi temblar detrás de la esperanza, al fondo de una voz que me decía: «No»? Pero no importa, ya. Conmigo está, me arrastra. Me arranca del dudar. Se sonríe, posible; toma forma de besos, de brazos, hacia mí; pone cara de mía. Me iré, me iré con ella a amarnos, a vivir temblando de futuro, a sentirla de prisa, segundos, siglos, siempres, nadas. Y la querré tanto, que cuando llegue alguien -y no se le verá, no se le han de sentir los pasos- a pedírmela ( es su dueño... era suya ), ella, cuando la lleven, dócil, a su destino, volverá la cabeza mirándome. Y veré que ahora sí es mía, ya.
Hoy son las manos la memoria. El alma no se acuerda, está dolida de tanto recordar. Pero en las manos queda el recuerdo de lo que han tenido. Recuerdo de una piedra que hubo junto a un arroyo y que cogimos distraídamente
Se siente una lluvia cerca. A esa nube gris, plomiza, que por su altura navega, tan sin prisa soñadora, se le puede ver el rumbo; es un jardín; el sueño se le descifra: es una rosa.