Y súbita, de pronto, porque sí, la alegría. Sola, porque ella quiso, vino. Tan vertical, tan gracia inesperada, tan dádiva caída, que no puedo creer que sea para mí. Miro a mi alrededor, busco. ¿De quién sería? ¿Será de aquella isla escapada del mapa, que pasó por mi lado vestida de muchacha, con espumas al cuello, traje verde y un gran salpicar de aventuras? ¿No se le habrá caído a un tres, a un nueve, a un cinco de este agosto que empieza? ¿O es la que vi temblar detrás de la esperanza, al fondo de una voz que me decía: «No»? Pero no importa, ya. Conmigo está, me arrastra. Me arranca del dudar. Se sonríe, posible; toma forma de besos, de brazos, hacia mí; pone cara de mía. Me iré, me iré con ella a amarnos, a vivir temblando de futuro, a sentirla de prisa, segundos, siglos, siempres, nadas. Y la querré tanto, que cuando llegue alguien -y no se le verá, no se le han de sentir los pasos- a pedírmela ( es su dueño... era suya ), ella, cuando la lleven, dócil, a su destino, volverá la cabeza mirándome. Y veré que ahora sí es mía, ya.
Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951), autor de poemarios emblemáticos como Seguro azar, La voz a ti debida o El contemplado, es una figura clave del panorama cultural español del siglo XX. También cabe destacar su obra epistolar, en la que destaca Cartas a Katherine Whitmore y su Correspondencia (1923-1951) con el también poeta Jorge Guillén. Su vida, consagrada a la poesía y a la literatura, estuvo marcada por su exilio a Estados Unidos en 1936.
El sueño es una larga despedida de ti. ¡Qué gran vida contigo, en pie, alerta en el sueño! ¡Dormir el mundo, el sol, las hormigas, las horas, todo, todo dormido, en el sueño que duermo!
Se siente una lluvia cerca. A esa nube gris, plomiza, que por su altura navega, tan sin prisa soñadora, se le puede ver el rumbo; es un jardín; el sueño se le descifra: es una rosa.