Torpemente el amor busca. Vive en mí como una oscura fuerza extrañada. No tiene ojos que le satisfagan su ansia de ver. Los espera. Tantea a un lado y a otro: se tropieza con el cielo, con un papel, o con nada. Ni aire ni tierra ni agua le sirven para salir desde su mina a la vida, porque él ni vuela ni anda. Sólo quiere, quiere, quiere, y querer no es caminar, ni volar, con pies, con alas de otros seres. El amor sólo va hacia su destino con las alas y los pies que de su entraña le nazcan cada día, que jamás tocaron la tierra, el aire, y que no se usaron nunca en más vuelos ni jornadas que los de su oficio virgen. Y así mientras no le salgan, fuerzas de pluma en los hombros, nuevas plantas, está como masa oscura, en el fondo de su mar, esperando que le lleguen formas de vida a su ansia. Se acerca el mundo y le ofrece salidas, salidas vagas: una rosa, no le sirve. El amor no es una rosa. Un día azul; el amor no es tampoco una mañana. Le brinda sombras, espectros, que no se pueden asir, llenos de incorpóreas gracias; pero un querer, aunque venga de las sombras, es siempre lo que se abraza. Y por fin le trae un sueño, un sueño tan parecido que se siente todo trémulo de inminencia, al borde ya de la forma que esperaba.
Que esperaba y que no es: porque un sueño sólo es sueño verdadero cuando en materia mortal se desensueña y se encarna. Y allá se vuelve el amor a su entraña, a trabajar sin cesar con la fe de que de él salga su mismo salir, la ansiada forma de vivirse, esa que no se puede encontrar sino a fuerza de esperar desesperado: a fuerza de tanto amarla.
El sueño es una larga despedida de ti. ¡Qué gran vida contigo, en pie, alerta en el sueño! ¡Dormir el mundo, el sol, las hormigas, las horas, todo, todo dormido, en el sueño que duermo!
Se siente una lluvia cerca. A esa nube gris, plomiza, que por su altura navega, tan sin prisa soñadora, se le puede ver el rumbo; es un jardín; el sueño se le descifra: es una rosa.