Como él vivió de día, sólo un día, 
no pudo ver más que la luz. 
Se figuraba 
que todo era de luz, de sol, de júbilo 
seguro, que los pájaros 
no pararían nunca de volar y que los síes 
que las bocas decían 
no tenían revés. La inexorable 
declinación del sol hacia su muerte, 
el alargarse de las sombras, 
juego le parecieron inocente, 
nunca presagio, triunfo lento, de lo oscuro. 
Y aquel espacio de existir 
medido por la luz, 
del alba hasta el crepúsculo, 
lo tomó por la vida. 
Su sonrisa final le dijo al mundo 
su confianza en que la vida era 
la luz, el día, 
la claridad en que existió. 
Nunca vio las estrellas, ignorante 
de aquellos corazones, tan sin número, 
bajo el gran cielo azul que tiembla de ellos. 
Ella, sí. 
Nació al advenimiento de la noche, 
de la primer tiniebla clara hija, 
y en la noche vivió. 
No sufrió los colores 
ni el implacable frío de la luz. 
Abrigada 
en una vasta oscuridad cliente, 
su alma no supo nunca 
que era lo oscuro, por vivir en ello. 
Virgen murió de concebir las formas 
exactas, las distancias, esas desigualdades 
entre rectas y curvas, sangre y nieve, 
tan imposibles, por fortuna, en esa 
absoluta justicia de al noche. 
Y ella vio las estrellas que él no vio. 
Por eso 
tú y yo, compadecidos 
de sus felicidades solitarias, 
los hemos levantado 
de su descanso y su vivir a medias. 
Y viven en nosotros, ahora, heridos ya, 
él por la sombra y ella por la luz; 
y conocen la sangre y las angustias 
que el alba abre en la noche y el crepúsculo 
en el pecho del día, y el dolor 
de no tener la luz que no se tiene 
y el gozo de esperar la que vendrá. 
Tú, la engañada 
de claridad y yo de oscuridades, 
cuando andábamos solos, 
nos hemos entregado, al entregarnos 
error y error, la trágica verdad 
llamada mundo, tierra, amor, destino. 
Y su rostro fatal se ve del todo 
por lo que yo te he dado y tú me diste. 
Al nacer nuestro amor se nos nació 
su otro lado terrible, necesario, 
la luz, la oscuridad. 
vamos hacia él los dos. Nunca más solos. 
Mundo, verdad de dos, fruto de dos, 
verdad paradisíaca, agraz manzana, 
sólo ganada en su sabor total 
cuando terminan las virginidades 
del día solo y de la noche sola. 
Cuando arrojados 
en el pecado que es vivir 
enamorados de vivir, amándose, 
hay que luchar la lucha que les cumple 
a los que pierden paraísos claros 
o tenebrosos paraísos, 
para hallar otro edén donde se cruzan 
luces y sombras juntas y la boca 
al encontrar el beso encuentra al fin 
esa terrible redondez del mundo.
Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951), autor de poemarios emblemáticos como Seguro azar, La voz a ti debida o El contemplado, es una figura clave del panorama cultural español del siglo XX. También cabe destacar su obra epistolar, en la que destaca Cartas a Katherine Whitmore y su Correspondencia (1923-1951) con el también poeta Jorge Guillén. Su vida, consagrada a la poesía y a la literatura, estuvo marcada por su exilio a Estados Unidos en 1936.