El sonido de la lluvia oscura y sucia, guiada en quejidos insomnes por el viento. Viniéndose a chocar contra las inmensas cristaleras del aeropuerto, bajo la apariencia inocente que ofrece la desmembración en cientos de gotitas aisladas, tan pretenciosamente acaparadoras, pero rotas. Mientras espero su llegada en el vuelo de las doce.
Y hay una luz. Una luz única, blanca y elegante y traicionera sobre los pliegues de su poderosa frente. Sobre los párpados de sus ojos asustadizos: ojos que son. Y ya no son. Ojos de espía. Ojos de ave. Ojos de ausente y de infeliz. Una luz que me avisa, me advierte y me repite en murmullos luminosos que ahora está aquí, aquí. Pero que las montañas llamadas Heaven Peak y los ríos navegables, las carreteras sin curvas y los límites de selvas confusas que encierran los gritos de un hombre, la sombra del árbol que se estira, se estira, se estira, y la posición del sol que elimina cualquier posibilidad de amparo, la frondosidad de una mirada anónima, siempre lejana, y la visión de un camino con las huellas recientes de los pies descalzos de un niño salvaje y sus uñas negras jugando por el interior de los labios, se oponen, a la vez y sin piedad, a la debilidad de mis humildes brazos. De mis humildes brazos…
Dime Oráculo, Ser de las Adivinaciones. ¿Es siempre la hoja marrón una hoja marchita, o puede ocurrir también, oh Oráculo, Ser de las Adivinaciones, que la hoja marrón crezca fuerte y fresca, carnosa y viva, como cualquier otra hoja verde, con ramificaciones blancas?
Yo... Lo sé. Tengo ese miserable aspecto del que va demandando cariño por las puertas. «Quiéreme un poco. Quiéreme un poco...» Los ojos nostálgicos hacia el coche que se aleja y la espalda estrecha que se detiene por última vez para decir adiós