La cicatriz y el reino, de Rafael Laffón | Poema

    Poema en español
    La cicatriz y el reino

       I 


    Yo no sé si ella está dentro o afuera, por el mundo... 
    O si asoma a mi carne a la intemperie. 
    Esta cicatriz mía, la que me adjudicaron, 
    igual, irreversible. 
    No tiene vuelta, como le sucede 
    a un viejísimo traje que se arrodilla él solo... 
    Que se arrodilla cuando está en la percha, 
    a fuerza nada más que de costumbre triste. 

    Pero os hablaba 
    de una tremenda cicatriz, la mía, 
    que se reactiva siempre 
    con la humedad, pero humedad de lágrimas. 
    Que disimulo yo en alguna parte. 
    Tan vergonzante, pero que me abrasa 
    igual que un mal zurcido en la camisa. 
    Aquel zurcido que en cualquier prenda 
    llevaba yo al colegio. 
    (Este Laffón, tan buen alumno siempre 
    pese a ser un torpón en matemáticas. ) 

    O cuando me atrapaban, sorprendiéndome, 
    por merienda tres nueces, más o menos. 
    Y yo, sonriendo, con rubor 
    —qué fácil niño 
    para el rubor–, tan sólo les decía: 
    ¿No queréis de mi postre? 

    O cuando un tiempo tuve 
    mujer muriente, 
    y aquel contrabandista de aquella medicina, 
    tras de agotarme me arrojó a la calle... 
    Cuando a las malas violencias frías 
    opuse mi silencio y me acordé del Cristo. 

    Cuando después y antes, cuando siempre, 
    cuando ayer y mañana 
    hay que optar con el pan en una mano 
    y en la otra mano un ídolo. 



       II 


    Quiero yo a esta pequeña vida porque es la mía; 
    y aun en mi dispersión 
    y diáspora final en propia carne 
    lo sigue siendo. 
    Pero un miedo total se me hizo carne 
    y me asalta hasta en sueños 
    a las doce del día. 
    Y tiemblo, Señor, tiemblo 
    frente a aquello o lo otro, 
    que tengo la lección bien aprendida. 
    Y hasta cuando esta mano 
    remueve el aire en un saludo, 
    me acongoja, no sea 
    que se me desintegre un transeúnte. 



       III 


    Yo soy el incapaz de la ironía. Ese crimen 
    impune... Va de veras. 
    Sí, sí, yo tengo que dar gracias. 
    Sí, yo supe de cosas -¿las felices?-, 
    que, pudiendo, no fueron... 
    ¡Y el no poder fue luego mi alegría! 
    Tantas veces he visto al Padre en una resta. 
    Dios está en una resta. 
    Dios es la resta, amigos. 
    La prueba de restar, ¿no es una suma? 
    (Teología sospechosa 
    de un espejo de orgullo o de ternura 
    donde en la oscuridad de muchos vientres 
    tanto he temblado, tanto... 
    ¡Qué saben los espesos y redondos!) 

    ¿Pero sabéis vosotros? ¿Lo sabéis? 
    Es ésta la cuestión... Es ésta. 
    No, no busquéis la llave del secreto, 
    ni cambiéis al enfermo de postura. 
    La llave aquella se perdió hace mucho. 
    Buscad humildemente: 
    la llave no, la cerradura. 
    Encontradla, palpadla como ciegos. 
    Permitiréis que os abran. Que alguien abra, 
    aunque meta la llave en vuestra herida.