De laurel, no de acero, con falda de campanas y cristales, la torre es un arquero cuyos leves puñales aun mojados de rosas son mortales.
El primero fue el río, lo mató una magnolia en primavera y se quedó vacío color de nieve y cera bendiciendo la mano que lo hiriera.
Más tarde fue la fuente del Alcázar Real la fenecida y cayó blandamente en su taza dormida igual que una paloma en vuelo herida.
Después fue la muralla, con su manto morisco y almenado, quien cayó en la batalla sangrando en el costado por un lirio galán y enamorado. Y las rejas floridas y la cruz de la plaza y la cancela, recibieron heridas del arquero que en vela en la Giralda es novio y centinela.
En Sevilla se muere con una muerte blanda y deseada, y el dardo que te hiere no es cuchillo ni espada, que es de flor y de sol la puñalada.
Yo mismo estoy herido por una rosa nueva y amarilla que del cielo ha caído dejando mi mejilla salpicada con sangre de Sevilla.
Sé que no tengo cura y no me quejo a nadie de mi suerte; mi herida es mi ventura y cuando caiga inerte bendeciré al amor que me da muerte.
¿Me quieres, amor, me quieres? ¡Sí, para toda la vida!...
y era yo quien preguntaba, siempre soñando una espina, siempre rondando una duda, siempre imaginando heridas. “¿Me quieres, amor, me quieres?” ¡Sí, para toda la vida!...
María Manuela, ¿me escuchas? Yo de vestíos no entiendo, pero... ¿te gusta de veras ese que te estás poniendo? Tan fino, tan transparente, tan escaso y tan ceñío, que a lo mejor por la calle te vas a morir de frío. Te sienta que eres un cromo,
Siempre pegada a tu muro y al filo de tus almenas; siempre rondando el castillo de tu amor; siempre sedienta de una sed mala y amarga de desengaño y arena.