A las orillas del Duero, de Rafael Ruiz Serrano | Poema

    Poema en español
    A las orillas del Duero

    A Pablo Vizcaíno Ruiz 
    (Para releer el 24 de febrero de 2029) 

     
    Por si al llegar ese día 
    ya no estoy, o estoy muy lejos, 
    por si mi memoria entonces 
    se ha extraviado en el tiempo, 
    por si mis ojos ya son, 
    en los tuyos, un recuerdo 
    impreciso y fugitivo, 
    en esta tarde de invierno, 
    para que te duermas pronto, 
    te voy a contar un cuento: 
    Érase una vez un rey 
    (en realidad, era abuelo, 
    pero por nada del mundo 
    se cambiaría el empleo). 
    Con el rey había un niño, 
    tan pequeño, tan pequeño, 
    que a hombros aquella tarde 
    lo llevaba de paseo; 
    y mientras se paseaban 
    como antiguos caballeros, 
    no por un parque temático, 
    sino a la orilla del Duero, 
    el niño, poquito a poco, 
    entre el calor y los cuentos 
    que el viejo rey le contaba, 
    se fue quedando durmiendo. 
    Su abuelo no se atrevía 
    a respirar; pero al verlo, 
    tan inocente y feliz, 
    quiso detener el tiempo. 
    Y se sentó junto al río 
    a contemplar a su nieto; 
    el río apenas corría; 
    el aire se quedó quieto; 
    y hasta el sol de agosto quiso 
    templar un poco su celo. 
    Mientras el niño dormía, 
    -Dios sabe si en aquel sueño 
    montaba el Cid una moto, 
    para conquistar un pueblo; 
    o san Saturio guardaba 
    su tractor en el convento; 
    o el pirata Sisebuto, 
    escapado de otro cuento, 
    navegaba río arriba 
    espantando a los conejos; 
    o aquella niña tan guapa 
    venía a darle otro beso 
    por cederle su columpio, 
    como todo un caballero; 
    o las campanas de Soria, 
    que sonaban a lo lejos, 
    eran la sirena antigua 
    del carro de los bomberos-. 
    Bueno, pues como decía, 
    el niño estaba durmiendo; 
    y su abuelo, conmovido, 
    recordó a un hombre bueno, 
    que por allí paseaba, 
    hacía mucho, mucho tiempo, 
    que se llamaba Machado, 
    que era poeta, y maestro, 
    y que al escribir ponía 
    el corazón en sus versos, 
    que cantaban a la vida, 
    y que al ver de un olmo viejo 
    brotar una nueva rama, 
    tomó nota en su cuaderno, 
    sabiendo, como poeta, 
    la explicación del misterio: 
    la vida es el tenue lazo 
    entre lo viejo y lo nuevo. 
    El abuelo, emocionado, 
    volvió a mirar a su nieto, 
    y sintió la dulce pena 
    de ser como el olmo viejo. 
    Y él también quiso anotar, 
    imitando a su maestro, 
    lo que sus ojos veían, 
    para salvarlo del tiempo: 
    la belleza de la tarde, 
    el azul limpio del cielo, 
    el sol tibio entre los pinos, 
    el aire puro y sereno 
    de un paisaje castellano 
    con trigales de oro y fuego... 
    ...Y la cara de aquel niño, 
    que al escuchar otro cuento, 
    de princesas y dragones, 
    de piratas y guerreros, 
    como hoy, se quedó dormido, 
    y soñaba, sonriendo. 
    Como no tengo otra forma, 
    para explicar lo que quiero, 
    envuelto, como un regalo, 
    te dedico este recuerdo. 
    En Soria, agosto del doce. 
    A las orillas del Duero.