De Diógenes compré un día la linterna a un mercader; distan la suya y la mía cuanto hay de ser a no ser. Blanca la mía parece; la suya parece negra; la de él todo lo entristece; la mía todo lo alegra. Y es que en el mundo traidor nada hay verdad ni mentira: «todo es según el color del cristal con que se mira».
II
-Con m linterna -él decía-, no hallo un hombre entre los seres-. ¡Y yo que hallo con la mía hombres hasta en las mujeres! ¡El llamó, siempre implacable fe y virtud teniendo en poco, a Alejandro, un miserable, y al gran Sócrates, un loco. Y yo ¡crédulo!, entretanto, cuando mi linterna empleo, miro aquí, y encuentro un «santo»: miro allá, y un «mártir» veo. ¡Sí!, mientras la multitud sacrifica con paciencia la dicha por la virtud y por la fe la existencia, para él virtud fue simpleza, el más puro amor escoria, vana ilusión la grandeza, y una necedad la gloria. ¡Diógenes! Mientras tu celo sólo encuentra sin fortuna, en Esparta algún «chicuelo» y hombres en parte ninguna, yo te juro por mi nombre que, con sufrir el nacer, es un héroe cualquier hombre, y un ángel toda mujer.
III
Como al revés contemplamos yo y él las obras de Dios, Diógenes o yo engañamos. ¿Cuál mentirá de los dos? ¿Quién es en pintar más fiel las obras que Dios crió? El cinismo dirá que él; la virtud dirá que yo. Y es que en el mundo traidor nada hay verdad ni mentira: «todo es según el color del cristal con que se mira».
El tren expreso, poema descriptivo, término medio entre lo real y lo fantástico, historia de amor de dos seres desgraciados que se ven una hora para llorarse después toda la vida, es una poesía sencilla y grandilocuente, que unas veces toca en lo bucólico y que raya otras en lo épico; pero en
Por el éter resbala melancólica la luna, y en mi frente se refleja; a su brillo argentado se asemeja el color de mi faz. De la brisa nocturna el ala rápida sutil bate mi rubia cabellera, como las hojas de gentil palmera, balancea fugaz.