El camino a casa, de Rogelio Saunders | Poema

    Poema en español
    El camino a casa

    Perplejo ante 
    la abrumadora 
    sabiduría de los muros, 
    trató 
    de volver la vista 
    atrás, hacia 
    su vida 
    oscura o clara como un 
    túnel. Deslumbrado 
    por el sol de invierno. 
    Olvidado como 
    el yermo espacio de juncos 
    entrelazados sin futuro 
    con la tierra negra. 
    El largo, 
    desmesurado camino inexplicable. 
    El hombre-simio recorriendo 
    con terror los campos desiertos, 
    el espacio infinito, 
    entre centelleos, 
    entre gritos 
    de devastación 
    salidos 
    de bocas pálidas, 
    de mudas, 
    sigmoideas cabezas repetidas. 
    No había nada. 
    No hubo nada. 
    Sólo 
    la casa vacía, el 
    vacío espejeo 
    de las manos. El sórdido 
    ajetreo alegre de papeles 
    revoloteando alrededor 
    del hacha. Los lentos 
    y feos edificios curvados 
    bajo el denso cielo. 
    El camino de hierro 
    final, el vertiginoso 
    fracaso. El humo 
    de los ojos que, 
    preguntando, 
    parpadean. 
    Un balbuceo 
    como de niño que sueña. 
    Un dedo que ondula 
    en el vaho. El paso 
    urgente no sujeto al hogar, 
    fortuito 
    como un beso: 
    esa cara 
    es la mía. 
    En la multiplicidad 
    del rezo, 
    la boca sueña. 
    Hay más cristales enterrados 
    debajo de los cimientos 
    del puente, 
    de los que puede contar 
    el ojo del hombre. 
    Todos los días 
    son el mismo día. 
    Todos los rayos 
    parten en dos el mismo ojo 
    que gotea. 
    La mano restaña 
    la herida del ave 
    con desgano 
    o reluctancia. 
    El caminante grita perplejo. 
    Cae como un badajo el: 
    «No he vivido ahora». 
    Pero, ¿quién ha vivido? 
    Nadie sabe 
    a dónde va la mano. 
    La boca 
    habla para sí misma. 
    El sordo sonido sacude 
    los pastos amargos. 
    híbridos, sin oportunidad. 
    El ilusorio cristal vuelve, 
    la historia 
    se repite. 
    Llegado a un alto 
    casi final al absurdo 
    pataleo o carrera, 
    todo se levanta 
    como un gran muro invisible 
    fabricado por fantasmas. 
    ¿Cuál era tu casa? 
    ¿Quién hizo 
    todo esto? 
    ¿Para qué? ¿Cuándo? 
    Ritmo uniforme que va segando 
    las pálidas, 
    orgullosas cabezas 
    con aburrimiento 
    metódico, 
    al término de un aquelarre 
    descolorido, 
    digno del movimiento 
    sin defensa. 
    Látigo acabado en codo que cruza 
    la cara: el quebrado, 
    irreconstruíble 
    espejo. 
    Las absurdas palomas 
    pegadas 
    como manos 
    al cristal fallido. 
    El sordo 
    goteo en la 
    vastedad vacía 
    de la ajena casa, 
    construida por nadie 
    para nada. 
    El silencioso 
    páramo de los sueños 
    cruzado 
    por el relámpago 
    de la risa. 
    El miedo 
    antiguo como la voz pánica 
    que canta sola. 
    Escalofrío 
    del shakuhashi. 
    ¿De qué trataba 
    todo esto? 
    La madera se curva 
    vencida por el peso 
    del agua. 
    La erizada 
    cercanía de los campos 
    y su imposible sueño. 
    El movimiento 
    ridículo como una 
    escaramuza. 
    Confusión 
    amarga o 
    meramente in gloriosa 
    de noche y día. 
    Noche y día 
    las manos en la cabeza. 
    Los pies 
    sobre la tierra cruda. 
    Diez mil años 
    para saber esto, 
    con certeza de brocal. 
    Nuestra vida es como una 
    batalla 
    entre los cuernos 
    de una serpiente. 
    Los huesos entrechocan 
    en la mano inmóvil. 
    El final 
    no es amargo 
    ni sórdido. 
    Es como una 
    conversación junto a la ventana. 
    La oblicuidad 
    del cuello 
    lo dice todo. 
    Hay un ojo despiadado que mira 
    desde la contraventana. 
    Ojo de pájaro. 
    Ojo inmóvil que de 
    limita. 
    Creeríamos 
    que estamos enfermos 
    sólo hoy? 
    Qué sólo 
    hoy supura, jadeando, 
    la garganta, 
    rehén de lo desconocido 
    en pos del desviado ojo? 
    Oh las flores 
    de papel. 
    Oh el rostro 
    acanalado. 
    Todavía 
    corre pero ya 
    sin el salvaje miedo, 
    pues lo desconocido ha sido 
    sepultado por la grosura 
    de las ciudades. 
    El tren sigue su marcha, 
    borrando la encorvada espalda 
    o lomo 
    engrosado de escarmiento. 
    Pero el ojo, 
    mudo en su cuenca, 
    abultado de horror, 
    sigue fijo en el aire, 
    en el espeso 
    jarabe de sueño y nada, 
    viendo la huella roja del camino 
    y el trazo 
    fulgurante del relámpago. 
    Libre y muerto para siempre bajo 
    los pálidos, 
    derrumbados abedules. 

    • La última vez que estuve en Sils María 
      había estos mismos tres (o cinco) escalones rotos. 
      He ahí toda la filosofía. 
      Sólo la música es distinta (para mal). 
      La locura es siempre esto de la página y 
      más aún: de la lengua. (Langa. Longa. )