No la vi. Llegué tarde, como todos, y alcancé nada más la lentitud púrpura de la cauda; la atmósfera vibrante de aria recién cantada.
Ella no. Y era más que plenitud su ausencia y era más que esponsales y era más que semilla en que madura el tiempo: esperanza o nostalgia.
Sueña, no está. Imagina, no es. Recuerda, se sustituye, inventa, se anticipa, dice adiós o mañana.
Si sonríe, sonríe desde lejos, desde lo que será su memoria, y saluda desde Su antepasado pálido por la muerte.
Porque no es el cisne. Porque si la señalas señalas una sombra en la pupila profunda de los lagos y del esquife sólo la estela y de la nube el testimonio del poder del viento.
Presencia prometida, evocada. Presencia posible del instante en que cuaja el cristal, en que se manifiesta el corazón del fuego.
A medianoche el centinela alerta grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo, no ese mudo de enfrente- debía responder por sí, por otros. Pero apenas despierto y además ignoro el santo y seña de los que hablan.
Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca. Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere un olvido, una ausencia, a veces menos. Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia de respirar con un pulmón ajeno! El aire no es bastante
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva garra de gavilán; nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las tempestades; mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas
El mundo gime estéril como un hongo. Es la hoja caduca y sin viento en otoño, la uva pisoteada en el lagar del tiempo pródiga en zumos agrios y letales. Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, esta nube exprimida y paralítica