Apuntes para una declaración de fe, de Rosario Castellanos | Poema

    Poema en español
    Apuntes para una declaración de fe

    El mundo gime estéril como un hongo. 
    Es la hoja caduca y sin viento en otoño, 
    la uva pisoteada en el lagar del tiempo 
    pródiga en zumos agrios y letales. 
    Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios, 
    esta nube exprimida y paralítica 
    y esta sangre blancuzca en un tubo de ensayo. 

    La soledad trazó su paisaje de escombros. 
    La desnudez hostil es su cifra ante el hombre. 

    Sin embargo, recuerdo... 

    En un día de amor yo bajé hasta la tierra: 
    vibraba como un pájaro crucificado en vuelo 
    y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta, 
    a cuerpo traspasado de sol al mediodía. 
    Era como un durazno o como una mejilla 
    y encerraba la dicha 
    como los labios encierran un beso. 

    Ese día de amor yo fui como la tierra: 
    sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces 
    y la raíz bebía con mis poros el aire 
    y un rumor galopaba desde siempre 
    para encontrar los cauces de mi oreja. 
    Al través de mi piel corrían las edades: 
    se hacía la luz, se desgarraba el cielo 
    y se extasiaba —eterno— frente al mar. 
    El mundo era la forma perpetua del asombro 
    renovada en el ir y venir de la ola, 
    consubstancial al giro de la espuma 
    y el silencio, una simple condición de las cosas. 

    Pero alguien (ya no acierto 
    con la estructura inmensa de su nombre) 
    dijo entonces: «No es bueno 
    que la belleza esté desamparada» 
    y electrizó una célula. 

    En el principio —dice 
    esta capa geológica que toco— 
    era sólo la danza: 
    cintura de la gracia que congrega 
    juventudes y música en su torno. 
    En el principio era el movimiento. 

    Cada especie quería constatarse, saberse 
    y ensayaba las notas de su esencia: 
    la jirafa alargaba la garganta 
    para abrevar en nubes de limón. 
    Punzaba el aire en las avispas múltiples 
    y vertía chorritos de miel en cada herida 
    para que el equilibrio permaneciera invicto. 

    El ciervo competía con la brisa 
    y el hombre daba vueltas alrededor de un árbol 
    trenzado de manzanas y serpientes. 

    Nadie lo confesaba, pero todos 
    estaban orgullosos de ser como juguetes 
    en las manos de un niño. 

    Redondeaban su sombra los planetas 
    y rebotaban locos de alegría 
    en las altas paredes del espacio 
    teñidas de antemano en un risueño azul. 

    No me explico por qué 
    fue indispensable que alguien inventara el reloj 
    y desde entonces todo se atrasa o se adelanta, 
    la vida se fracciona en horas y en minutos 
    o se quiebra o se para. 

    La manzana cayó; pero no sobre un Newton 
    de fácil digestión, 
    sino sobre el atónito apetito de Adán. 
    (Se atragantó con ella como era natural). 

    ¡Qué implacable fue Dios —ojo que atisba 
    a través de una hoja de parra ineficaz! 
    ¡Cómo bajó el arcángel relumbrando 
    con una decidida espada de latón! 

    Tal vez no debería yo hablar de la serpiente 
    pero desde esa vez es un escalofrío 
    en la columna vertebral del universo. 
    Tal vez yo no debiera descubrirlo 
    pero fue el primer círculo vicioso 
    mordiéndose la cola. 
    Porque esto, en realidad, sólo tendría importancia 
    si ella lo supiera. 
    Pero lo ignora todo reptando por el suelo, 
    dormitando en la siesta. 

    Ah, si se levantara 
    sin el auxilio de fakires indios 
    a contemplar su obra. 
    Aquí estaríamos todos: 
    la horda devastando la pradera, 
    dejando siempre a un lado el horizonte, 
    tratando de tachar la mañana remota, 
    de arrasar con la sal de nuestras lágrimas 
    el campo en que se alzaba el Paraíso. 
    Gritamos ¡adelante! por no mirar atrás. 
    El camino se queda señalado 
    —estatua tras estatua— por la mujer de Lot. 
    Queremos olvidar la leche que sorbimos 
    en las ubres de Dios. 
    Dios nos amamantaba en figura de loba 
    como a Rómulo y Remo, abandonados. 

    Abandonados siempre. ¿De qué? ¿De quién? ¿De dónde? 
    no importa. Nada más abandonados. 
    Cantamos porque sí, porque tenemos miedo, 
    un miedo atroz, bestial, insobornable 
    y nos emborrachamos de palabras 
    o de risa o de angustia. 

    ¡Qué cuidadosamente nos mentimos! 
    ¡Qué cotidianamente planchamos nuestras máscaras 
    para hormiguear un rato bajo el sol! 

    No, yo no quiero hablar de nuestras noches 
    cuando nos retorcemos como papel al fuego. 
    Los espejos se inundan y rebasan de espanto 
    mirando estupefactos nuestros rostros. 
    Entonces queda limpio el esqueleto. 
    Nuestro cráneo reluce igual que una moneda 
    y nuestros ojos se hunden interminablemente. 
    Una caricia galvaniza los cadáveres: 
    sube y baja los dedos de sonido metálico 
    contando y recontando las costillas. 
    Encuentra siempre con que falta una 
    y vuelve a comenzar y a comenzar. 

    Engaño en este ciego desnudarse, 
    terror del ataúd escondido en el lecho, 
    del sudario extendido 
    y la marmórea lápida cayendo sobre el pecho. 
    ¡No poder escapar del sueño que hace muecas 
    obscenas columpiándose en las lámparas! 
    es así como nacen nuestros hijos. 
    Parimos con dolor y con vergüenza, 
    cortamos el cordón umbilical aprisa 
    como quien se desprende de un fardo o de un castigo. 

    Es así como amamos y gozamos 
    y aún de este festín de gusanos hacemos 
    novelas pornográficas 
    o películas sólo para adultos. 
    Y nos regocijamos de estar en el secreto, 
    de guiñarnos los ojos a espaldas de la muerte. 

    La serpiente debía tener manos 
    para frotarlas, una contra otra, 
    como un burgués rechoncho y satisfecho. 
    Tal vez para lavárselas lo mismo que Pilatos 
    o bien para aplaudir o simplemente 
    para tener bastón y puro 
    y sombrero de paja como un dandy. 
    La serpiente debía tener manos 
    para decirle: estamos en tus manos. 
    Porque si un día cansados de este morir a plazos 
    queremos suicidarnos abriéndonos las venas 
    como cualquier romano, 
    nos sorprende saber que no tenemos sangre 
    ni tinta enrojecida: 
    que nos circula un aire tan gratis como el agua. 
    Nos sorprende palpar un corazón en huelga 
    y unos sesos sin tapa saltarina 
    y un estómago inmune a los venenos. 
    El suicidio también pasó de moda 
    y no conviene dar un paso en falso 
    cuando mejor podemos deslizarnos. 
    ¡Qué gracia de patines sobre el hielo! 
    ¡Qué tobogán más fino! ¡Qué pista lubricada! 
    ¡Qué maquinaria exacta y aceitada! 

    Así nos deslizamos pulcramente 
    en los tés de las cinco —no en punto— de la tarde, 
    en el cocktail o el pic-nic o en cualquiera 
    costumbre traducida del inglés. 
    Padecemos alergia por las rosas, 
    por los claros de luna, por los valses 
    y las declaraciones amorosas por carta. 

    A nadie se le ocurre morir tuberculoso 
    ni escalar los balcones ni suspirar en vano. 
    Ya no somos románticos. 
    Es la generación moderna y problemática 
    que toma coca-cola y que habla por teléfono 
    y que escribe poemas en el dorso de un cheque. 
    Somos la raza estrangulada por la inteligencia, 
    «La insuperable, 
    mundialmente famosa trapecista 
    que ejecuta sin mácula 
    triple salto mortal en el vacío». 
    (La inteligencia es una prostituta 
    que se vende por un poco de brillo 
    y que no sabe ya ruborizarse.) 

    Puede ser que algún día 
    invitemos a un habitante de Marte 
    para un fin de semana en nuestra casa. 
    Visitaría en Europa lo típico: 
    alguna ruina humeante 
    o algún pueblo afilando las garras y los dientes. 
    Alguna catedral mal ventilada, 
    invadida de moho y oro inútil 
    y en el fondo un cartel: «Negocio en quiebra». 
    Fotografiaría como experto turista 
    los vientres abultados de los niños enfermos, 
    las mujeres violadas en la guerra, 
    los viejos arrastrando en una carretilla 
    un ropero sin lunas y una cuna maltrecha. 
    Al Papa bendiciendo un cañón y un soldado, 
    y las familias reales sordomudas e idiotas, 
    al hombre que trabaja rebosante de odio 
    y al que vende el horno de sus abuelos 
    a la heredera del millón de dólares. 

    Y luego le diríamos: 
    esto es solo la Europa de pandereta. 
    Detrás está la verdadera Europa: 
    la rica en frigoríficos —almacenes de estatuas 
    donde la luz de un cuadro se congela, 
    donde el verbo no puede hacerse carne. 
    Allí la vida yace entre algodones 
    y mira tristemente tras el cristal opaco 
    que la protege de corrientes de aire. 
    En estas vastas galerías de muertos, 
    de fantasmas reumáticos y polvo, 
    nos hinchamos de orgullo y de soberbia. 

    Los rascacielos ya los ha visto de lejos: 
    los colmenares rubios donde los hombres nacen, 
    trabajan, se enriquecen y se pudren 
    sin preguntarse nunca para qué todo esto, 
    sin indagar jamás como se viste el lirio 
    y sin arrepentirse de su contento estúpido. 

    Abandonemos ya tanto cansancio. 
    Dejemos que los muertos entierren a sus muertos 
    y busquemos la aurora 
    apasionadamente atentos a su signo. 

    Porque hay aún un continente verde 
    que imanta nuestras brújulas. 
    Un ancho acabamiento de pirámides 
    en cuyas cumbres bailan doncellas vegetales 
    con ritmos milenarios y recientes 
    de quien lleva en los pies la sabia y el misterio. 
    Un cielo que las flechas desconocen 
    custodiado de mitos y piedras fulgurantes. 
    Hay enmarañamientos de raíces 
    y contorsión de troncos y confusión de ramas. 
    Hay elásticos pasos de jaguares 
    proyectados —silencio y terciopelo— 
    hacia el vuelo inasible de la garra. 

    Aquí parece que empezara el tiempo 
    en solo un remolino de animales y nubes, 
    de gigantescas hojas y relámpagos, 
    de bilingües entrañas desangradas. 

    Corren ríos de sangres sobre la tierra ávida 
    corren vivificando las más altas orquídeas, 
    las más esclarecidas amapolas. 
    Se evaporan rugientes en los templos 
    ante la impenetrable pupila de obsidiana. 
    Brotan como una fuente repentina 
    al chasquido de un látigo. 
    Crecen en le abrazo enorme y doloroso 
    del cántaro de barro con el licor latino. 

    Río de sangre eterno y derramado 
    que deposita limos fecundos en la tierra. 
    Su caudal se nos pierde a veces en el mapa 
    y luego lo encontramos 
    —ocre y azul— rigiendo nuestro pulso. 

    Río de sangre, cinturón de fuego. 
    En las tierras que tiñe, en la selva multípara, 
    en el litoral bravo de mestiza 
    mellado de ciclones y tormentas, 
    en este continente que agoniza 
    bien podemos plantar una esperanza.