A medianoche el centinela alerta
grita ¿quién vive? y alguien -yo, sí, yo,
no ese mudo de enfrente-
debía responder por sí, por otros.
Pero apenas despierto y además
ignoro el santo y seña de los que hablan.
Malhumorada, irónica, levantando los hombros
como a quien no le importa, yo digo que no sé
sino que sobrevivo
a mínimas tragedias cotidianas:
la uña que se rompe, la mancha en el mantel,
el hilo de la media que se va,
el globo que se escapa de las manos de mi hijo.
Contemplo esto y no muero. Y no porque sea fuerte
sino porque no entiendo si lo que pasa es grave,
irreversible, significativo,
ni si de un modo misterioso estoy
atrapada en la red de los sucesos.
Pero la verdad es que, aún soñolienta,
me levanto, me baño, canturreo
pensando en otras cosas.
Y luego desayuno,
tranquila, sobriamente, leyendo la noticia
del viejo avaro al que sus asesinos
buscaron las monedas que escondía
(a puñaladas) dentro de su entraña.
No, me palpo y no siento la herida. Todavía
soy una mujer sola.
Bebo el café y mi mano
no tiembla cuando doy vuelta a la página
y allí, en un arrozal remoto, agazapado,
tiritando de frío y de terror
de un enemigo que también se esconde
y que también tirita,
encuentro a un hombre que es distinto a mí
por el color, por el idioma, pero
igual en el relámpago que ilumina este instante
en el que él y su adversario, y yo, que no los veo,
estamos juntos, somos uno solo
y en nosotros respira el universo.
Amor mío, que a veces vienes a visitarme
y me estrechas la mano
o simplemente miras con piedad que envejezco,
no te sientas más próximo que aquel del arrozal
o del que un día lejano
(ya ni siquiera puedo decir dónde)
me dio a beber un sorbo de agua fresca
en jornada de sed y de intemperie.
Porque soy algo más ahora, por fin lo sé,
que una persona, un cuerpo y la celda de un nombre.
Yo soy un ancho patio, una gran casa abierta:
yo soy una memoria.
Permaneces allí, imagen del que ha muerto,
rostro del que partió con la promesa
de volver, como flor entre los labios.
A mí, como a una hoguera en pleno campo,
se arriman en la noche los de mi tribu y otros
desconocidos y aun algunos animales
cuya inocencia guardo.
En medio de este corro de presencias
soy lo que soy: materia
que arde, que difunde calor y luz. Crepito
la respuesta gozosa: ¡viven todos!