Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de la corva 
garra de gavilán; 
nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al rayo de las 
tempestades; 
mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas 
y es más tarde nodriza de naciones, nodriza que amamanta con 
leche de sabiduría y de consejo; 
mujer siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de la 
sagrada peregrinación 
sube -arrastrando la oscura cauda de su memoria- 
hasta la pira alzada del suicidio. 
Tal es el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos 
como el mío se han pronunciado desde la Antigüedad con 
palabras hermosas y nobilísimas. 
Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las 
tradiciones. 
Y cada primavera, cuando el árbol retoña, 
es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu 
el que estremece y el que hace cantar su follaje. 
Y para renacer, año con año, 
escojo entre los apóstrofes que me coronan, para que 
resplandezca con un resplandor único, 
éste, que me da cierto parentesco con las playas: 
Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el hachazo de 
un adiós tremendo. 
Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada con la 
flaqueza de su ánimo. 
Y, sentada a la sombra de un solio inmerecido, 
temblé bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo el 
légamo. 
Y para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me sobrepasa 
recorrí las baldosas de los pórticos con la balanza de la 
justicia entre mis manos 
y pesé las acciones y declaré mi consentimiento para 
algunas -las más graves-. 
Esto era en el día. Durante la noche no lo copa del 
festín, no la alegría de la serenata, no el sueño 
deleitoso. 
Sino los ojos acechando en la oscuridad, la inteligencia batiendo la 
selva intrincada de los textos 
para cobrar la presa que huye entre las páginas. 
Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los 
mentores, 
llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del oro 
del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros. 
De mi madre, que no desdeñó mis manos y que me las 
ungió desde el amanecer con la destreza, 
heredé oficios varios; cardadora de lana, escogedora del fruto 
que ilustra la estación y su clima, 
despabiladora de lámparas. 
Así pues tomé la rienda de mis días: potros 
domados, conocedores del camino, reconocedores de la querencia. 
Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores. 
Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan que 
habían amasado mis deudos. 
Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el grano de sal 
de un acontecimiento dichoso. 
Pero no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el tiempo de las 
lamentaciones, 
para cuando los cuervos aletean encima de los tejados y mancillan la 
transparencia del cielo con su graznido fúnebre; 
para cuando la desgracia entra por la puerta principal de las mansiones 
y se la recibe con el mismo respeto que a una reina. 
De este modo transcurrió mi mocedad: en el cumplimiento de las 
menudas tareas domésticas; en la celebración de los ritos 
cotidianos; en la asistencia a los solemnes acontecimientos civiles. 
Y yo dormía, reclinando mi cabeza sobre una almohada de 
confianza. 
Así la llanura, dilatándose, puede creer en la 
benevolencia de su sino, 
porque ignora que la extensión no es más que la pista 
donde corre, como un atleta vencedor, 
enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la llama del 
incendio. 
Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el 
exterminio 
¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago. 
Esto que el mar rechaza, dije, es mío. 
Y ante él me adorné de la misericordia como del brazalete 
de más precio. 
Yo te conjuro, si oyes a que respondas: ¿quién 
esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a 
desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala del convite? 
Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca con el de los 
inmoladores de sí mismos. 
El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un hombre 
llamado Eneas. 
Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente; 
acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto, con astucias de 
bestia perseguida; 
invocador de númenes favorables; hermoso narrador de infortunios 
y hombre de paso; hombre con el corazón puesto en el futuro. 
-La mujer es la que permanece; rama de sauce que llora en las orillas 
de los ríos-. 
Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa jurada ante 
otros dioses. 
Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento de 
raíz, con mi lenta fidelidad de raíz. 
No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me 
cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo fui capaz de 
poner la palma de mi mano, en signo de alianza, sobre la frente de la 
tierra. Y vi acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y 
vi también reducirse a número los astros. Y oí que 
el mundo tocaba su flauta de pastor. 
Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la 
máscara nocturna del amante. 
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el veneno 
enardeciendo su sangre, nublando sus ojos, trastornando su juicio, los 
conduce a cometer actos desatentados; a menospreciar aquello que 
tuvieron en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a 
arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos. 
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y 
maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso 
manto de hipocresía para cubrirlas. 
Pero nada permanece oculto a la venganza. La tempestad presidió 
nuestro ayuntamiento; la reprobación fue el eco de nuestras 
decisiones. 
Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de la 
labor. Mirad el ceño del deber defraudado. Porque la molicie nos 
había reblandecido los tuétanos. 
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que el desastre. 
Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la 
embriaguez. 
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de la 
víctima, 
Eneas partió. 
Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama de 
sauce que llora en las orillas de los ríos! 
En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética, sobre las 
arenas humeantes de la playa. 
Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de 
palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí, incólume 
como un acantilado, bajo el brutal abalanzamiento de las olas. 
He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi casa y la 
encuentro arrasada por las furias. Ando por los caminos sin más 
vestidura para cubrirme que el velo arrebatado a la vergüenza; sin 
otro cíngulo que el de la desesperación para apretar mis 
sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me persigue con su 
aguijón de tábano. 
Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis deudos 
vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la desgracia es 
espectáculo que algunos no deben contemplar. 
Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí 
no hay muerte. 
Porque el dolor -¿y qué otra cosa soy más que 
dolor?- me ha hecho eterna.