Una araña reluce en este cuarto, la memoria de muchos días queda en sus caireles, cuando parto atesoran otras; no alcanzan mis ojos a distinguir cuál es la luz del reflejo y cuál la de las lamparitas. No puedo imaginarme ciega porque toda oscuridad me parece un retrato del espacio infinito en las formas. Mis ojos me enseñaron la diferencia que existe entre el reflejo y la luz, sólo veo la luz del reflejo y no la luz de las lamparitas vanidosas que en algo se parecen a los diamantes.
Cuando un temblor de tierra entrechocó los caireles un repiqueteo como de campanas colmó el cuarto de alegría. Recogí un pedacito roto del suelo. Amaba los terremotos que tan graciosamente hacen temblar la tierra. Alguna vez prometí morir en un cataclismo.
Ahora me pregunto por qué se llama araña este adorno que cuelga del techo y que me inspira estas estúpidas frases. En la casa de campo de mi infancia antiguamente había un plumerito de largo mango que servía para limpiar el cielo raso, lo llamaban el plumero de las arañas. Casi todas las noches alguna araña atraída, se diría, por los plumeritos, se anidaba en alguna moldura. Las arañas parecían intuir que aquella arma mortal podía con menos riesgo servir de guarida y tomaron la costumbre de esconderse adentro del plumerito que tenía aparentemente el mismo color y la misma textura. No quise asistir al descubrimiento de la primera telaraña insertada delicadamente en el plumerito que parecía una peluca. Era frecuente oír esta frase al anochecer: '¿Dónde está el plumerito de las arañas?' y que alguien contestara '¡Qué se yo! Se lo habrán llevado'. Llegué a creer que algunos plumeros pertenecían a las arañas y no que limpiaban los techos. Y hoy mismo lo creería si volviera a oir aquellas frases, luego, sentiría la incongruencia de la vida que busca a veces amparo en el arma que nos va a matar.
No vengas, te conjuro, con tus piedras; con tu vetusto horror con tu consejo; con tu escudo brillante con tu espejo; con tu verdor insólito de hiedras.
Te hablaba del jarrón azul de loza, de un libro que me habían regalado, de las Islas Niponas, de un ahorcado, te hablaba, qué sé yo, de cualquier cosa.
Una araña reluce en este cuarto, la memoria de muchos días queda en sus caireles, cuando parto atesoran otras; no alcanzan mis ojos a distinguir cuál es la luz del reflejo y cuál la de las lamparitas. No puedo imaginarme ciega porque toda oscuridad