No vengas, te conjuro, con tus piedras; con tu vetusto horror con tu consejo; con tu escudo brillante con tu espejo; con tu verdor insólito de hiedras.
En aquel árbol la torcaza es mía; no cubras con tus gritos su canción; me conmueve, me llega al corazón, repudia el mármol de tu mano fría.
Te reconozco siempre. No, no vengas. Prometí no mirar tu aviesa cara cada vez que lloré sola en tu avara desolación. Y si de mí te vengas,
que épica sea al menos tu venganza y no cobarde, oscura, impenitente, agazapada en cada sombra ausente, fingiendo que jamás hiere tu lanza.
Entre rosas, jazmines que envenenas, ¿por qué no te ultimé yo en mi otra vida? Haz brotar sangre al menos de mi herida, que estoy cansada de morir apenas.
No vengas, te conjuro, con tus piedras; con tu vetusto horror con tu consejo; con tu escudo brillante con tu espejo; con tu verdor insólito de hiedras.
Te hablaba del jarrón azul de loza, de un libro que me habían regalado, de las Islas Niponas, de un ahorcado, te hablaba, qué sé yo, de cualquier cosa.
Una araña reluce en este cuarto, la memoria de muchos días queda en sus caireles, cuando parto atesoran otras; no alcanzan mis ojos a distinguir cuál es la luz del reflejo y cuál la de las lamparitas. No puedo imaginarme ciega porque toda oscuridad