Te hablaba del jarrón azul de loza, de un libro que me habían regalado, de las Islas Niponas, de un ahorcado, te hablaba, qué sé yo, de cualquier cosa.
Me hablabas de los pampas grass con plumas, de un pueblo donde no quedaba gente, de las vías cruzadas por un puente, de la crueldad de los que matan pumas.
Te hablaba de una larga cabalgata, de los baños de mar, de las alturas, de alguna flor, de algunas escrituras, de un ojo en un exvoto de hojalata.
Me hablabas de una fábrica de espejos, de las calles más íntimas de Almagro, de muertes, de la muerte de Meleagro. No sé por qué nos íbamos tan lejos.
Temíamos caer violentamente en el silencio como en un abismo y nos mirábamos con laconismo como armados guerreros frente a frente.
Y mientras proseguían los catálogos de largas, toscas enumeraciones, hablábamos con muchas perfecciones no sé en qué aviesos, simultáneos diálogos.
No vengas, te conjuro, con tus piedras; con tu vetusto horror con tu consejo; con tu escudo brillante con tu espejo; con tu verdor insólito de hiedras.
Te hablaba del jarrón azul de loza, de un libro que me habían regalado, de las Islas Niponas, de un ahorcado, te hablaba, qué sé yo, de cualquier cosa.
Una araña reluce en este cuarto, la memoria de muchos días queda en sus caireles, cuando parto atesoran otras; no alcanzan mis ojos a distinguir cuál es la luz del reflejo y cuál la de las lamparitas. No puedo imaginarme ciega porque toda oscuridad