Una cita, de Sully Prudhomme | Poema

    Poema en español
    Una cita

    En este nido furtivo 
    en que nos encontramos los dos solos, 
    ¡oh alma querida, cuán agradable es olvidarse 
    de los hombres estando tan cerca de ellos! 

    Para que la hora que huye 
    vaya más lentamente, para gozar de ella 
    no es necesaria una alegría ruidosa. Hablemos quedo. 
    Temamos acelerarla con un gesto, 
    con una palabra, incluso con un soplo. 
    Es tan celeste, que hemos de procurar 
    no perder uno solo de sus momentos. 

    Para sentirla bien nuestra, 
    para que no se gaste, estrechémonos 
    el uno contra el otro sin movernos. 
    Sin levantar siquiera los párpados, imitemos 
    el casto reposo de esos viejos castellanos de piedra, 
    de ojos cerrados, cuyos cuerpos inmóviles 
    y vestidos de pies a cabeza se han callado en el mausoleo, 
    lejos de sus almas, que emprendieron el vuelo. 

    Dormitemos gravemente como ellos, 
    en una alianza más sublime que las uniones terrenales. 
    Porque para nosotros pasaron ya los ardores 
    del amor joven que puede terminar. 
    Nuestros corazones ya no necesitan labios para unirse, 
    ni palabras solemnes para transformar el culto en deber, 
    ni espejismo de las pupilas para verse. 

    No me obligues a jurar de nuevo que te amo, 
    no me obligues a decirte cuánto otra vez. 
    Gocemos de la felicidad, aunque sea sin juramentos. 
    Saboreemos la ternura que diviniza los dolores 
    en lo que nuestras lágrimas nos dicen silenciosamente. 

    Amada, en este inefable remanso 
    se adormece hechizado el deseo 
    y se sueña en el amor como se sueña en la muerte. 
    Parece que se siente el fin del mundo. 
    El universo parece zozobrar o hundirse 
    en una caída suave y profunda. 

    El alma se aligera de sus cargas 
    por la inmensa huida de todo lo existente, 
    y la memoria se funde como si fuera de nieve. 
    En torno nuestro parece aniquilada 
    toda la vida ardiente y triste. Para nosotros 
    ya no existe nada; nada mas que el amor. 

    Amemos en paz. La noche es lóbrega 
    y el pálido fulgor de la antorcha se va extinguiendo. 
    Pudiéramos creemos en la tumba. 
    Dejémonos sumergir en los fúnebres mares 
    y adormecer por sus tinieblas 
    como después del último suspiro... 

    ¿No es cierto que hace mucho tiempo 
    estamos juntos bajo tierra? Escucha cómo los pasos 
    estremecen el suelo encima de nosotros. 
    Mira desaparecer a lo lejos 
    las innúmeras noches del pasado como una sombría 
    bandada de cuervos que huyen hacia el Norte, 
    y disminuir a lo lejos la blancura de los viejos días, 
    como una inmensa nube de cigüeñas ¡que nunca han de volver! 

    ¡Qué extraña y dulce es la velada de nuestros corazones 
    lejos de la esfera llena de sol cuyos rigores hemos soportado! 
    Ya no sé qué aventura apagó antaño nuestros ojos, 
    ni desde cuándo ni en qué cielo transcurre nuestro éxtasis. 

    Las cosas de la antigua vida 
    han huido por completo de mi memoria; pero, 
    en todo lo que alcanzan mis recuerdos, siempre te he amado. 
    ¿Qué ser bienhechor hizo erigir este lecho? 
    ¿Qué himeneo dejó para siempre tu mano en mi mano? 
    Pero no importa, amada mía. 
    Durmamos bajo nuestros ligeros sudarios, 
    solos al fin por toda la feliz eternidad. 

    • La costumbre es una forastera 
      que suplanta a nuestra razón, 
      una vieja ama de casa que se instala en el hogar. 
      Es discreta, humilde y leal. 
      Conoce todos los rincones. 
      Nunca nos ocupamos de ella 
      porque sus atenciones son invisibles. 

    • Sentarse los dos a la orilla del agua que pasa 
      y verla pasar. Si se desliza una nube en el espacio, 
      verla, los dos, deslizarse. 
      Si en el horizonte humea un tejado de paja, 
      verlo humear. 
      Si alguna flor perfuma los alrededores, 
      perfumarse en ella también.