Ciudad del paraíso, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    Ciudad del paraíso

    Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos. 
    Colgada del imponente monte, apenas detenida 
    en tu vertical caída a las ondas azules, 
    pareces reinar bajo el cielo, sobre las aguas, 
    intermedia en los aires, como si una mano dichosa 
    te hubiera retenido, un momento de gloria, antes de hundirte para siempre en las olas amantes. 

    Pero tú duras, nunca desciendes, y el mar suspira 
    o brama por ti, ciudad de mis días alegres, 
    ciudad madre y blanquísima donde viví y recuerdo, 
    angélica ciudad que, más alta que el mar, presides sus espumas. 

    Calles apenas, leves, musicales. Jardines 
    donde flores tropicales elevan sus juveniles palmas gruesas. 
    Palmas de luz que sobre las cabezas, aladas, 
    mecen el brillo de la brisa y suspenden 
    por un instante labios celestiales que cruzan 
    con destino a las islas remotísimas, mágicas, 
    que allá en el azul índigo, libertadas, navegan. 

    Allí también viví, allí, ciudad graciosa, ciudad honda. 
    Allí, donde los jóvenes resbalan sobre la piedra amable, 
    y donde las rutilantes paredes besan siempre 
    a quienes siempre cruzan, hervidores, en brillos. 

    Allí fui conducido por una mano materna. 
    Acaso de una reja florida una guitarra triste 
    cantaba la súbita canción suspendida en el tiempo; 
    quieta la noche, más quieto el amante, 
    bajo la luna eterna que instantánea transcurre. 

    Un soplo de eternidad pudo destruirte, 
    ciudad prodigiosa, momento que en la mente de un Dios emergiste. 
    Los hombres por un sueño vivieron, no vivieron, 
    eternamente fúlgidos como un soplo divino. 

    Jardines, flores. Mar alentando como un brazo que anhela 
    a la ciudad voladora entre monte y abismo, 
    blanca en los aires, con calidad de pájaro suspenso 
    que nunca arriba. ¡Oh ciudad no en la tierra! 

    Por aquella mano materna fui llevado ligero 
    por tus calles inerávidas. Pie desnudo en el día. 
    Píe desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro. 
    Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas. 
    Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas. 

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra