Criaturas en la aurora, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    Criaturas en la aurora

    Vosotros conocisteis la generosa luz de la inocencia. 
    Entre las flores silvestres recogisteis cada mañana 
    el último, el pálido eco de la postrer estrella. 
    Bebisteis ese cristalino fulgor, 
    que con una mano purísima 
    dice adiós a los hombres detrás de la fantástica 
    presencia montañosa. 
    Bajo el azul naciente, 
    entre las luces nuevas, entre los puros céfiros primeros, 
    que vencían a fuerza de —candor a la noche, 
    amanecisteis cada día, porque cada día la túnica casi húmeda 
    se desgarraba virginalmente para amaros, 
    desnuda, pura, inviolada. 
    Aparecisteis entre la suavidad de las laderas, 
    donde la hierba apacible ha recibido eternamente el 
    beso instantáneo de la luna. 
    Ojo dulce, mirada repentina para un mundo estremecido 
    que se siente inefable más allá de su misma apariencia. 
    La música de los ríos, la quietud de las alas, 
    esas plumas que todavía con el recuerdo del día se 
    plegaron para el amor como para el sueño, 
    entonaban su quietísimo éxtasis 
    bajo el mágico soplo de la luz, 
    luna ferviente que aparecida en el cielo 
    parece ignorar su efímero destino transparente. 
    La melancólica inclinación de los montes 
    no significaba el arrepentimiento terreno 
    ante la inevitable mutación de las horas: 
    era más bien la tersura, la mórbida superficie del mundo 
    que ofrecía su curva como un seno hechizado. 
    Allí vivisteis. Allí cada día presenciasteis la tierra, 
    la luz, el calor, el sondear lentísimo 
    de los rayos celestes que adivinaban las formas, 
    que palpaban tiernamente las laderas, los valles, 
    los ríos con su ya casi brillante espada solar, 
    acero vívido que guarda aún, sin lágrimas, la amarillez tan íntima, 
    la plateada faz de la luna retenida en sus ondas. 
    Allí nacían cada mañana los pájaros, 
    sorprendentes, novísimos, vividores, celestes. 
    Las lenguas de la inocencia no decían palabras: 
    entre las ramas de los altos álamos blancos 
    sonaban casi también vegetales, como el soplo en las frondas. 

    ¡Pájaros de la dicha inicial, que se abrían 
    estrenando sus alas, sin perder la gota virginal del rocío! 
    Las flores salpicadas, las apenas brillantes florcillas del soto, 
    eran blandas, sin grito, a vuestras plantas desnudas. 
    Yo os vi, os presentí, cuando el perfume invisible 
    besaba vuestros pies, insensibles al beso. 
    ¡No crueles: dichosos! En las cabezas desnudas 
    brillaban acaso las hojas iluminadas del alba. 
    Vuestra frente se hería, ella misma, contra los rayos 
    dorados, recientes, de la vida, 
    del sol, del amor, del silencio bellísimo. 
    No había lluvia, pero unos dulces brazos 
    parecían presidir a los aires, 
    y vuestros cabellos sentían su hechicera presencia, 
    mientras decíais palabras a las que el sol naciente daba magia de plumas. 
    No, no es ahora, cuando la noche va cayendo, 
    también con la misma dulzura pero con un levísimo 
    vapor de ceniza, 
    cuando yo correré tras vuestras sombras amadas. 
    Lejos están las in marchitas horas matinales, 
    imagen feliz de la aurora impaciente, 
    tierno nacimiento de la dicha en los labios, 
    en los seres vivísimos que yo amé en vuestras márgenes. 
    El placer no tomaba el temeroso nombre de placer, 
    ni el turbio espesor de los bosques hendidos, 
    sino la embriagadora nitidez de las cañadas abiertas 
    donde la luz se desliza con sencillez de pájaro. 
    Por eso os amo, inocentes, amorosos seres mortales 
    de un mundo virginal que diariamente se repetía 
    cuando la vida sonaba en las gargantas felices 
    de las aves, los ríos, los aires y los hombres.

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra