Destino de la carne, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    Destino de la carne

    No, no es eso. No miro 
    del otro lado del horizonte un cielo. 
    No contemplo unos ojos tranquilos, poderosos, 
    que aquietan a las aguas feroces que aquí braman. 
    No miro esa cascada de luces que descienden 
    de una boca hasta un pecho, hasta unas manos blandas, 
    finitas, que a este mundo contienen, atesoran. 

    Por todas partes veo cuerpos desnudos, fieles 
    al cansancio del mundo. Carne fugaz que acaso 
    nació para ser chispa de luz, para abrasarse 
    de amor y ser la nada sin memoria, la hermosa 
    redondez de la luz. 
    Y que aquí está, aquí está, marchitamente eterna, 
    sucesiva, constante, siempre, siempre cansada. 

    Es inútil que un viento remoto, con forma vegetal, o una lengua, 
    lama despacio y largo su volumen, lo afile, 
    lo pula, lo acaricie, lo exalte. 
    Cuerpos humanos, rocas cansadas, grises bultos 
    que a la orilla del mar conciencia siempre 
    tenéis de que la vida no acaba, no, heredándose. 
    Cuerpos que mañana repetidos, infinitos, rodáis 
    como una espuma lenta, desengañada, siempre. 

    ¡Siempre carne del hombre, sin luz! Siempre rodados 
    desde allá, de un océano sin origen que envía 
    ondas, ondas, espumas, cuerpos cansados, bordes 
    de un mar que no se acaba y que siempre jadea en sus orillas. 

    Todos, multiplicados, repetidos, sucesivos, amontonáis la carne, 
    la vida, sin esperanza, monótonamente iguales bajo los cielos hoscos que impasibles se heredan. 
    Sobre ese mar de cuerpos que aquí vierten sin tregua, que aquí rompen 
    redondamente y quedan mortales en las playas, 
    no se ve, no, ese rápido esquife, ágil velero 
    que con quilla de acero, rasgue, sesgue, 
    abra sangre de luz y raudo escape 
    hacia el hondo horizonte, hacia el origen 
    último de la vida, al confín del océano eterno 
    que humanos desparrama 
    sus grises cuerpos. Hacia la luz, hacia esa escala ascendente de brillos 
    que de un pecho benigno hacia una boca sube, 
    hacia unos ojos grandes, totales que contemplan, 
    hacia unas manos mudas, finitas, que aprisionan, 
    donde cansados siempre, vitales, aún nacemos.

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra