Mano entregada, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    Mano entregada

    Pero otro día toco tu mano. Mano tibia. 
    Tu delicada mano silente. A veces cierro 
    mis ojos y toco leve tu mano, leve toque 
    que comprueba su forma, que tienta 
    su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso 
    insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca 
    el amor. Oh carne dulce, que sí se empapa del amor hermoso. 

    Es por la piel secreta, secretamente abierta, invisiblemente entreabierta, 
    por donde el calor tibio propaga su voz, su afán dulce; 
    por donde mi voz penetra hasta tus venas tibias, 
    para rodar por ellas en tu escondida sangre, 
    como otra sangre que sonara oscura, que dulcemente oscura te besara 
    por dentro, recorriendo despacio como sonido puro 
    ese cuerpo, que ahora resuena mío, mío poblado de mis voces profundas, 
    oh resonado cuerpo de mi amor, oh poseído cuerpo, oh cuerpo sólo sonido de mi voz poseyéndole. 

    Por eso, cuando acaricio tu mano, sé que sólo el hueso rehúsa 
    mi amor -el nunca incandescente hueso del hombre-. 
    Y que una zona triste de tu ser se rehúsa, 
    mientras tu carne entera llega un instante lúcido 
    en que total flamea, por virtud de ese lento contacto de tu mano, 
    de tu porosa mano suavísima que gime, 
    tu delicada mano silente, por donde entro 
    despacio, despacísimo, secretamente en tu vida, 
    hasta tus venas hondas totales donde bogo, 
    donde te pueblo y canto completo entre tu carne.

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra