En la plaza, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    En la plaza

    Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo, 
    sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido, 
    llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado. 

    No es bueno 
    quedarse en la orilla 
    como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca. 
    Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha 
    de fluir y perderse, 
    encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido. 

    Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso, 
    y le he visto bajar por unas escaleras 
    y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse. 
    La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido. 
    Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo, 
    con silenciosa humildad, allí él también 
    transcurría. 

    Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia. 
    Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo, 
    un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano, 
    su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba. 

    Y era el serpear que se movía 
    como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso, 
    pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra. 

    Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse. 
    Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete, 
    con los ojos extraños y la interrogación en la boca, 
    quisieras algo preguntar a tu imagen, 

    no te busques en el espejo, 
    en un extinto diálogo en que no te oyes. 
    Baja, baja despacio y búscate entre los otros. 
    Allí están todos, y tú entre ellos. 
    Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete. 

    Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua, 
    introduce primero sus pies en la espuma, 
    y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide. 
    Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía. 
    Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo. 
    Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza, 
    y avanza y levanta espumas, y salta y confía, 
    y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven. 

    Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza. 
    Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo. 
    ¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir 
    para ser él también el unánime corazón que le alcanza!

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra