Los poetas, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    Los poetas

    Alma celeste para amar nacida. 
    Espronceda. 

     
    ¿Los poetas, preguntas? 

    Yo vi una flor quebrada 
    por la brisa. El clamor 
    silencioso de pétalos 
    cayendo arruinados 
    de sus perfectos sueños. 
    ¡Vasto amor sin delirio 
    bajo la luz volante, 
    mientras los ojos miran 
    un temblor de palomas 
    que una asunción inscriben! 
    Yo vi, yo vi otras alas. 
    Vastas alas dolidas. 
    Angeles desterrados 
    de su celeste origen 
    en la tierra dormían 
    su paraíso excelso. 
    Inmensos sueños duros 
    todavía vigentes 
    se adivinaban sólidos 
    en su frente blanquísima. 
    ¿Quién miró aquellos mundos, 
    isla feraz de un sueño, 
    pureza diamantina 
    donde el amor combate? 
    ¿Quién vio nubes volando, 
    brazos largos, las flores, 
    las caricias, la noche 
    bajo los pies, la luna 
    como un seno pulsando? 
    Ángeles sin descanso 
    tiñen sus alas lúcidas 
    de un rubor sin crepúsculo, 
    entre los valles verdes. 
    Un amor, mediodía, 
    vertical se desploma 
    permanente en los hombros 
    desnudos del amante. 
    Las muchachas son ríos 
    felices; sus espumas 
    —manos continuas—atan 
    a los cuellos las ñores 
    de una luz suspirada 
    entre hermosas palabras. 
    Los besos, los latidos, 
    las aves silenciosas, 
    todo está allá, en los senos 
    secretísimos, duros, 
    que sorprenden continuos 
    a unos labios eternos. 
    ¡Qué tierno acento impera 
    en los bosques sin sombras, 
    donde las suaves pieles, 
    la gacela sin nombre, 
    un venado dulcísimo, 
    levanta su respuesta 
    sobre su frente al día! 
    ¡Oh, misterio del aire 
    que se enreda en los bultos 
    inexplicablemente, 
    como espuma sin dueño! 
    Angeles misteriosos, 
    humano ardor, erigen 
    cúpulas pensativas 
    sobre las frescas ondas. 
    Sus alas laboriosas 
    mueven un viento esquivo, 
    que abajo roza frentes 
    amorosas del aire. 
    Y la tierra sustenta 
    pies desnudos, columnas 
    que el amor ensalzara, 
    templos de dicha fértil, 
    que la luna revela. 
    Cuerpos, almas o luces 
    repentinas, que cantan 
    cerca del mar, en liras 
    casi celestes, solas. 

    ¿Quién vio ese mundo sólido, 
    quién batió con sus plumas 
    ese viento radiante 
    que en unos labios muere 
    dando vida a los hombres? 
    ¿Qué legión misteriosa, 
    ángeles en destierro, 
    continuamente llega, 
    invisible a los ojos? 
    No, no preguntes; calla. 
    La ciudad, sus espejos, 
    su voz blanca, su fría 
    crueldad sin sepulcro, 
    desconoce esas alas. 
    Tú preguntas, preguntas...

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra