¿Para quién escribo?, me preguntaba el cronista, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    ¿Para quién escribo?, me preguntaba el cronista

       I 


    ¿Para quién escribo?, me preguntaba el cronista, 
    El periodista o simplemente el curioso. 
    No escribo para el señor de la estirada chaqueta, ni para 
    Su bigote enfadado, ni siquiera para su alzado índice 
    Admonitorio entre las tristes ondas de música. 
    Tampoco para el carruaje, ni para su oculta señora 
    (Entre vidrios, como un rayo frío, el brillo de los impertinentes). 
    Escribo acaso para los que no me leen. Esa mujer que 
    Corre por la calle como si fuera abrir las puertas a la aurora. 
    O ese viejo que se aduerme en el banco de esa plaza 
    Chiquita, mientras el sol poniente con amor le toma, 
    Le rodea y le deslíe suavemente en sus luces. 
    Para todos los que no me leen, los que no se cuidan 
    De mí, pero de mí se cuidan (aunque me ignoran). 
    Esa niña que al pasar me mira, compañera de mi aventura, 
    Viviendo en el mundo. 
    Y esa vieja que sentada a su puerta ha visto vida, 
    Paridora de muchas vidas, y manos cansadas. 
    Escribo para el enamorado; para el que pasó con su 
    Angustia en los ojos; para el que le oyó; para el que 
    Al pasar no miró; para el que finalmente cayó cuando 
    Preguntó y no le oyeron. 
    Para todos escribo. Para los que no me leen sobre todo 

    Escribo. Uno a uno, y la muchedumbre. Y para los 
    Pechos y para las bocas y para los oídos donde, sin 
    Oírme, 
    Está mi palabra. 



       II 


    Pero escribo también para el asesino. Para el que con 
    Los ojos cerrados se arrojó sobre un pecho y comió 
    Muerte y se alimentó, y se levantó enloquecido. 
    Para el que se irguió como torre de indignación, y se 
    Desplomó sobre el mundo. 
    Y para las mujeres muertas y para los niños muertos, y 
    Para los hombres agonizantes. 
    Y para el que sigilosamente abrió las llaves del gas y la 
    Ciudad entera pereció, y amaneció un montón de cadáveres. 
    Y para la muchacha inocente, con su sonrisa, su corazón, 
    Su tierna medalla, y por allí pasó un ejército de 
    Depredadores. 
    Y para el ejército de depredadores, que en una golpeada 
    Final fue a hundirse en las aguas. 
    Y para esas aguas, para el mar infinito. 
    Oh, no para el infinito. Para el finito mar, con su limitación 
    Casi humana, como un pecho vivido. 
    (Un niño ahora entra, un niño se baña, y el mar, 
    El corazón del mar está en ese pulso.) 
    Y para la mirada final, para la limitadísima Mirada Final, 
    En cuyo seno alguien duerme. 
    Todos duermen. El asesino y el injusticiado, el regulador 
    Y el naciente, el finado y el húmedo, el seco 
    De voluntad y el híspido como torre. 

    Para el amenazador y el amenazado, para el bueno 
    Y el triste, para la voz sin materia 
    Y para toda la materia del mundo. 
    Para ti, hombre sin deificación que, sin quererlas mirar, 
    Estás leyendo estas letras. 
    Para ti y todo lo que en ti vive, 
    Yo estoy escribiendo.

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra