¿Lo comprendes? Lo has comprendido.
¿Lo repites? Y lo vuelves a repetir.
Siéntate. No mires hacia atrás. ¡Adelante!
Adelante. Levántate. Un poco más. Es la vida.
Es el camino. ¿Que llevas la frente cubierta de sudores, con espinas, con polvo, con amargura, sin amor, sin mañana?...
Sigue, sigue subiendo. Falta poco. Oh, qué joven eres.
Qué joven, qué jovencísimo, qué recién nacido. Qué ignorante.
Entre tus pelos grises caídos sobre la frente brillan tus claros ojos azules,
tus vividos, tus lentos ojos puros, allí quedados bajo algún velo.
Oh, no vaciles y álzate. Álzate todavía. ¿Qué quieres? Coge tu palo de fresno blanco y apóyate. Un brazo a tu lado quisieras. Míralo.
Míralo. ¿No lo sientes? Allí, súbitamente, está quieto. Es un bulto silente.
Apenas si el color de su túnica lo denuncia. Y en tu oído una palabra no pronunciada.
Una palabra sin música, aunque tú la estés escuchando.
Una palabra con viento, con brisa fresca. La que mueve tus vestidos gastados.
La que suavemente orea tu frente. La que seca tu rostro,
la que enjuga el rastro de aquellas lágrimas.
La que atusa, apenas roza tu cabello gris ahora en la inmediación de la noche.
Cógete a ese brazo blanco. A ese que apenas conoces, pero que reconoces.
Yérguete y mira la raya azul del increíble crepúsculo,
la raya de la esperanza en el límite de la tierra.
Y con grandes pasos seguros, enderézate, y allí apoyado, confiado, solo,
échate rápidamente a andar...