El último amor, de Vicente Aleixandre | Poema

    Poema en español
    El último amor

       I 


    Amor mío, amor mío. 
    Y la palabra suena en el vacío. Y se está solo. 
    Y acaba de irse aquella que nos quería. Acaba de salir. Acabamos de oír cerrarse la puerta. 
    Todavía nuestros brazos están tendidos. Y la voz se queja en la garganta. 
    Amor mío... 
    Cállate. Vuelve sobre tus pasos. Cierra despacio la puerta, si es que 
                                              no quedó bien cerrada. 
    Regrésate. 
    Siéntate ahí, y descansa. 
    No, no oigas el ruido de la calle. No vuelve. No puede volver. 
    Se ha marchado, y estás solo. 
    No levantes los ojos para mirarlo todo, como si en todo aún estuviera. 
    Se está haciendo de noche. 
    Ponte así: tu rostro en tu mano. 
    Apóyate. Descansa. 
    Te envuelve dulcemente la oscuridad, y lentamente te borra. 
    Todavía respiras. Duerme. 
    Duerme si puedes. Duerme poquito a poco, deshaciéndote, desliéndote 
                               en la noche que poco a poco te anega. 
    ¿No oyes? No, ya no oyes. El puro 
    silencio eres tú, oh dormido, oh abandonado, 
    oh solitario. 
              ¡Oh, si yo pudiera hacer que nunca más despertases! 

       II 


    Las palabras del abandono. Las de la amargura. 
    Yo mismo, sí, yo y no otro. 
    Yo las oí. Sonaban como las demás. Daban el mismo sonido. 
    Las decían los mismos labios, que hacían el mismo movimiento. 
    Pero no se las podía oír igual. Porque significan: las palabras 
    significan. Ay, si las palabras fuesen sólo un suave sonido, 
    y cerrando los ojos se las pudiese escuchar en el sueño... 

    Yo las oí. Y su sonido final fue como el de una llave que se cierra. 
    Como un portazo. 
    Las oí, y quedé mudo. 
    Y oí los pasos que se alejaron. 
    Volví, y me senté. 
    Silenciosamente cerré la puerta yo mismo. 
    Sin ruido. Y me senté. Sin sollozo. 
    Sereno, mientras la noche empezaba. 
    La noche larga. Y apoyé mi cabeza en mi mano. 
    Y dije... 
    Pero no dije nada. Moví mis labios. Suavemente, suavísimamente. 
    Y dibujé todavía 
    el último gesto, ese 
    que yo ya nunca repetiría.

    Vicente Aleixandre nació en Sevilla en 1898. Pasó su infancia en Málaga y vivió casi toda su vida en Madrid, donde estudió Derecho y Comercio. En plena juventud, una enfermedad le obliga a interrumpir sus actividades profesionales. Colaboró en revistas como Revista de Occidente (en 1926), Litoral, Carmen, Verso y Prosa, Mediodía, entre otras. Su primer libro, Ámbito (1928), ya deja ver las señales de su mundo poético: claridad e inmensidad del paisaje, depurada y contenida emoción. Es en Espadas como labios (1932) donde, según Dámaso Alonso, se escuchan ecos de gritos desmesurados, que comienzan a esbozar el translúcido, romántico y unificado mundo de Vicente Aleixandre. Destrucción o el amor (1935), Premio Nacional de Literatura, concreta la "unicidad" de su poesía. Su obra, en definitiva, trata de la vida, el amor y la muerte. Considerado uno de los grandes poetas de la generación del 27, en 1977 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Madrid en 1984.

    • Dime pronto el secreto de tu existencia; 
      quiero saber por qué la piedra no es pluma, 
      ni el corazón un árbol delicado, 
      ni por qué esa niña que muere entre dos venas ríos 
      no se va hacia la mar como todos los buques. 

    • Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto, 
      como el silencio que queda después del amor, 
      yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo 
      hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen. 
      Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído. 

    • Tenía la naricilla respingona, y era menuda. 
      ¡Cómo le gustaba correr por la arena! Y se metía en el agua, 
      y nunca se asustaba. 
      Flotaba allí como si aquel hubiera sido siempre su natural elemento. 
      Como si las olas la hubieran acercado a la orilla, 

    • La memoria de un hombre está en sus besos, 
      pero nunca es verdad memoria extinta. 
      Contar la vida por los besos dados 
      no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria. 
      Por lo que un hombre hizo cuenta el tiempo. 
      Hacer es vivir más, o haber vivido, 

    • Venías cerrada, hermética, 
      a ramalazos de viento 
      crudo, por calles tajadas 
      a golpe de rachas, seco. 
      Planos simultáneos —sombras: 
      abierta, cerrada—. Suelos. 
      De bocas de frío, el frío. 
      Se arremolinaba el viento 
      en torno tuyo, ya a pique 

    • Un pájaro de papel en el pecho 
      dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
      vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
      besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
      Para morir basta un ruidillo, 
      el de otro corazón al callarse, 
      o ese regazo ajeno que en la tierra