Un solo paso, que me libertó de los límites de aquel ciego vapor, abrió a mis ojos un tan vivo esplendor como no viera nunca el despierto sentido ni el alma en sus ensueños. Fué la visión, de pronto desplegada, una inmensa ciudad; se hubiera dicho gran selva de edificios, hacia lo hondo retirada de algún ilimitado abismo, naufragando entre glorias, ya sin fin. Fábricas parecían de diamantes y oro, cúpulas de alabastro y argénteas agujas y encendidas terrazas sobre terrazas, hacia lo alto; aquí, apacibles, brillantes pabellones, en avenidas; torres, allí, adornadas de almenas, que en sus frentes incansables sostenían los astros, luciente pedrería. La terrestre natura labraba aquel efecto con la oscura materia de la borrasca, ya apaciguada. En ella y en las cavernas y en las faldas abruptas y en cresterías, donde se habían los vapores retirado, fijando su estancia bajo aquel cerúleo cielo. ¡Visión no imaginada! Nubes, nieblas, arroyos, peñas húmedas y hierba de esmeralda, nubes de cien colores y rocas y zafiro de cielo: confundido, mezclado, en mutuo ardor, fundido todo y componiendo, todo en todo perdido, el asombroso adorno de templo y ciudadela y palacio, y la ingente y fantástica pompa de vagos edificios, envueltos como en lana, en vastos pliegues...
¿Por qué estás silenciosa? ¿Es una planta tu amor, tan deleznable y pequeñita, que el aire de la ausencia lo marchita? Oye gemir la voz en mi garganta:
Un solo paso, que me libertó de los límites de aquel ciego vapor, abrió a mis ojos un tan vivo esplendor como no viera nunca el despierto sentido ni el alma en sus ensueños. Fué la visión, de pronto desplegada, una inmensa ciudad; se hubiera dicho
Iba solitario como una nube que flota sobre valles y colinas, cuando de pronto vi una muchedumbre de dorados narcisos: se extendían junto al lago, a la sombra de los árboles, en danza con la brisa de la tarde.