Iba por las calles viendo el esplendoroso andar de las mujeres bellas, compungido por mi azarosa consistencia de venado;
a través de la campana de humo, que tarde o temprano tañerá por nuestra retirada, hendía el prepotente sol
y nos tocaba con indiferencia las fibras aquellas que mueven de un lado para otro nuestros estados de ánimo.
La belleza, por esta luminosidad fue puesta en evidencia.
Que la última palabra que yo diga se refiera a ustedes, que hablando de mí mismo me diluya en puras manchas de color.
Vi la piedad y la sombra enmarcadas en épocas remotas —llenos están los museos de piedad y sombra en oro.
Andando vi delante mío las caderas apenas redondas de las paseantes y el atractivo mate de las perdidizas corvas.
Un millón de años no bastaría para delinear mejor algunos cuerpos de muchacha.
Oh mediodía, oh más que momentáneo soplo del tiempo, cabálgame, déjame cabalgarte, carga con todos nosotros en tu lomo ligeramente espeluznante.
El sol nos pintará de un ocre claro la conciencia, andaremos mostrando un derredor de luz, así seremos.
Mi inclinación me llevó por sitios que la pobreza no frecuenta; fui dichoso con ansedumbre y con real sacudimiento;
fui sagaz ante lo que mi memoria hubiera querido ponerme enfrente como un vidrio oscuro: me declaré nuevo y puntagudicé todos mis sentidos.
En estas calidades de color y luz me vi estar con ustedes enamorado de las cosas primitivas: el cuerpo, la ciudad, el aire, el dardo de Cupido.
Un estruendo de pechos transparentes como un coro de aleluyas me detuvo, fui obligado con gracia a ser poeta, improvisé deleites, canté para que mi sangre nunca envejeciera:
Que la sabrosa tierra nos vuelva a dar su fruto, que la sabrosa ciudad nos dé su fruto, oh pechos eternamente refrescantes, que lo que inventamos —porque lo inventamos— nos devuelva la luz y la fresca, la cándida, la sencilla posibilidad de elaborar la belleza.