¡Ah, gritemos! ¡Gritemos! Ninguno ha de salirse con la suya, con la misma vamos todos. ¡Gritemos! Ningún escudo sirve, ninguna malla defiende y el parapeto del sueño sólo es fino algodón envanecido.
A uno ya se le cayó la lengua, a otro le ha crecido tanto un pie (pobrecito almamía), a cualquiera lo mordió la rabia misma y no faltó alguna a la que el mar se le hizo chico, la tierra, chica, el aire, chico, el infinito, nada.
¡Aullemos, pues! Volvamos al aullido. ¿Qué otra cosa, de verdad, nos queda? Con nuestras manitas acariciantes, con nuestra boca amansada, con nuestro modito fino, con nuestro pecho caído del paraíso, aullemos, volvamos al aullido, a la mueca insumisa, al gesto intemperante, a la verdad rotunda en la cara del aullido.
¡Sin melindres! ¡A lo mejor logramos algo! (¡Ah, malditisísima conciencia!) ¡Atrás los nervios! ¡Abajo la compleja payasada del sistema nervioso! ¡Aullemos! ¡Anden, aullemos! ¡Volvamos al aullido!
Huele a muchacha el aire de mediodía, huele a muchacha natural, y está tan cargado de olor a muchacha el aire de mediodía que estoy a punto de gritar que el aire de mediodía huele a muchacha.
¡Ah, gritemos! ¡Gritemos! Ninguno ha de salirse con la suya, con la misma vamos todos. ¡Gritemos! Ningún escudo sirve, ninguna malla defiende y el parapeto del sueño sólo es fino algodón envanecido.
Poner un pie en la tierra me llevaría sin duda al fin del mundo; un pasito tras otro, conectando el alma al alma, como cuando no podía entrar a la escuela y me echaba a caminar embelesado.