Aduerma el rojo clavel o el blanco jazmín de las sienes; que el cardo es sólo desdenes, y sólo furia el laurel. Dé el monacillo su miel, y la naranja rugada y la sedienta granada zumo y sangre -oro y rubí; que yo te prefiero a ti, amapolita morada.
II
Al pie de la higuera hojosa tiende el manto la alfombrilla; crecen la anacua sencilla y la cortesana rosa; donde no la mariposa, tornasola el colibrí. Pero te prefiero a ti, de quien la mano se aleja: vaso en que duerme la queja del valle donde nací.
III
Cuando, al renacer el día y al despertar de la siesta, hacen las urracas fiesta y salvas de gritería, ¿por qué, amapola, tan fría, o tan pura, o tan callada? ¿Por qué, sin decirme nada, me infundes un ansia incierta -copa exhausta, mano abierta- si no estás enamorada?
IV
¿Nacerán estrellas de oro de tu cáliz tremulento -norma para el pensamiento o bujeta para el lloro? No vale un canto sonoro el silencio que te oí. Apurando estoy en ti cuánto la música yerra. Amapola de mi tierra: enamórate de mí.
Al declinar la tarde, se acercan los amigos; pero la vocecita no deja de llorar. Cerramos las ventanas, las puertas, los postigos, pero sigue cayendo la gota de pesar.
En vano ensayaríamos una voz que les recuerde algo a los Hombres, alma mía que no tuviste a quien heredar; en vano buscamos, necios, en ondas del mismo Leteo, reflejos que nos pinten las estrellas que nunca vimos.