Bajamos por Jesús del Valle. Un tío nos pide un cigarro. 'No fumamos, socio'. Seguimos caminando. Charlando. Etcétera.
De pronto, nos interrumpe un insistente: 'Chst, chst, chst'. Procede de ese grupo a la derecha. Hay un coche parado en medio de la calle, con puertas abiertas. Y, al otro lado, un mindundi con camisa de cuadros me mira fijamente. Hace un sutil gesto, con su mano y su nariz. No sé si me vacila o me ofrece coca. Rodeándolo hay siete babuinos y un grupito de fulanas. Esbozo mi mejor sonrisa. Giro la cabeza e intento seguir conversando. Pero he perdido el hilo.
Un poco más allá, dos nacionales le dan el alto a un vehículo. El conductor baja de un salto y sale corriendo. Lo alcanzan junto a un paso de cebra. Y le dan bien de hostias.
Se hace el profundo. Se atusa la perilla. Se lía un cigarrillo y lo chupa. Aspira con los ojos entrecerrados. Como viendo algo más allá de la anodina tarde otoñal. Expulsa humo. Nos mira y nos escucha, condescendiente. 'Mediocres', parece pensar.
Si los académicos no aprecian mi prosa es por culpa de una ex novia que se quedó embarazada y nunca me confesó quién era el padre. Aunque, antes de largarse, me hizo una advertencia.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.