Vuelvo a casa en Metro. Junto a mí, viaja una pareja de jovenzuelos. Ella no para de rajar. Él le besuquea la cara, cada poco tiempo. (Chuic chuic chuic), babosos y chascosos.
Ella ni le mira, mientras cacarea nimiedades en un tono más alto del estrictamente necesario. Ayer se pintó las uñas de los pies de color azul turquesa. Giro el cuello disimuladamente para comprobarlo.
El chico vuelve a la carga. Su reserva de amor es inagotable. Como la de una puta babosa gigante. (Chuic chuic chuic).
Me repugnan esos ruiditos. Siento arcadas. Igual les vomito encima. Como John Doe.
En nuestro día a día es imposible captarlo; salvo, quizás, cuando estás embebido en el torbellino de tu imaginación. (Especialmente, si el reloj de la mesilla marca las dos y cuarenta y tres de la madrugada). Encerrado, en la habitación asfixiante.
La chica de la larga cabellera de rizos tostados solía pasearse por las faldas del Montdúver. Ojos de pantera brillaban tras las chispeantes y kilométricas pestañas.
Almuerzo en un bar, junto al metro de Avenida de la Ilustración. Bocadillo de calamares, tercio de Mahou, puñado de torreznos y 1984. Entro a currar en hora y media. Tic tac, tic tac. Aquí dentro se está de lujo.
Estamos sentados en un agrietado banco de la Plaza de Oriente. Bebemos litros y comemos papas sin sal. Pasamos frío. Hablamos de cine, de mujeres, del futuro.
Al sexto cubata solía fantasear con: Cambiar su jotabé-cola por un acá-cuarentaysiete. Entrar en la pista central. Abrirse paso entre la multitud. - Entre los cavernícolas que se empujan como ciervos. - Entre las féminas de largas piernas y labios rojos.