La chica de la larga cabellera de rizos tostados solía pasearse por las faldas del Montdúver. Ojos de pantera brillaban tras las chispeantes y kilométricas pestañas. Cogía impulso en las pendientes, ocultaba el sol con su melena y, grácilmente, aterrizaba sobre la blanca alfombra que viste la silueta del Mediterráneo. Se sacudía la arena con sensuales movimientos de oro... y millares de partículas giraban en todas las direcciones del Universo. Luego, clavaba su pícara mirada en quien quiera que fueses y, sonriendo, se zambullía en el añil y verde mar, con un sordo chapoteo. Y con cada una de sus brazadas del oleaje surgían centenares de mariposas. Y las mariposas eran de todos los colores del Universo.
Un atónito búho de conchas me espía desde detrás de la catedral de Palma, en la estantería azul. La llama de una vela se menea ante los rostros de la Virgen y Jesucristo. Un angelillo toca el laúd, bien cerca.
Se hace el profundo. Se atusa la perilla. Se lía un cigarrillo y lo chupa. Aspira con los ojos entrecerrados. Como viendo algo más allá de la anodina tarde otoñal. Expulsa humo. Nos mira y nos escucha, condescendiente. 'Mediocres', parece pensar.
Si los académicos no aprecian mi prosa es por culpa de una ex novia que se quedó embarazada y nunca me confesó quién era el padre. Aunque, antes de largarse, me hizo una advertencia.
Las sirenas azules aúllan atravesando la avenida. A toda velocidad. Dos, cuatro, seis. Se saltan semáforos. Provocan frenazos. E improperios. En Vicálvaro deben de tener mucho follón. O un menú del día que te cagas. Jornada tras jornada.